El asesinato del periodista Khashoggi en la embajada de Arabia Saudí en Estambul pone de manifiesto, otra vez, la naturaleza criminal del Estado wahabita. Si la ministra de Defensa ha declarado que la comunidad internacional «no puede mirar para otro lado» cuando existen vulneraciones de Derechos Humanos «de este calibre» y ha recalcado que no se puede permanecer ajeno a situaciones como la vivida en el consulado de Estambul, ¿a qué espera para cesar todo acuerdo de venta de armas a este Estado integrista y asesino tal como ha propuesto Alemania?

Las armas y las bombas son para matar; no existen las armas “inteligentes” y la gran mayoría de las víctimas de los conflictos bélicos son civiles, como evidencia el resultado de la guerra en el Yemen, destinatario del comercio ilícito con Arabia Saudí: más de 16.000 muertos, resultado de bombardeos criminales de hospitales, escuelas, mercados y mezquitas y la mayor crisis humana de todo el planeta, que mantiene en riesgo la vida de centenares de miles de personas por hambre, sed y enfermedades causadas por la guerra.

El temor a la ruptura de acuerdos comerciales con este país no puede legitimar el continuar vendiendo artefactos de guerra que van a ser empleados contra la población civil, por mucha preocupación por la “carga de trabajo” en Astilleros que se esgrima. Las cinco corbetas que Navantia va a vender a Arabia Saudí no son, como el avión de transporte 400M, artefactos de doble uso, civil y militar, sino herramientas de guerra. La flota saudí es un pilar fundamental en la actualidad para mantener el criminal bloqueo a la población civil yemení que la priva de medicinas y artículos de primera necesidad.

El Gobierno español tuvo un ataque de honestidad y paralizó inicialmente la venta de bombas (más de 9 millones de €) a Arabia Saudí. Pero ha cedido al chantaje. En el conflicto de intereses entre el derecho al trabajo y los derechos fundamentales a la vida y a la libertad, no debiera haber dudas.

Pero es que es una contradicción en buena medida inducida. En primer lugar, por hacer depender la carga de trabajo en exclusiva de los contratos con un régimen criminal, los cuales siempre se pueden poner en cuestión incluso internacionalmente, como ahora se ve. Y, en segundo lugar, porque Navantia ha optado por la fabricación exclusiva de buques de guerra en todos sus astilleros, desconsiderando otras opciones viables y civiles para conseguir carga de trabajo en los mismos. Lo demuestra la pérdida del quinto petrolero en Puerto Real y la nula gestión de su departamento comercial para buscar nuevas e innovadoras vías de trabajo.

El Tratado sobre el Comercio de Armas (TCA), adoptado en la ONU en 2013 y apoyado por España, prohíbe la venta de armas si, en el momento de la autorización, como es este caso, el Estado tiene conocimiento de que las armas “podrían utilizarse para cometer genocidio, crímenes de lesa humanidad, infracciones graves de los Convenios de Ginebra de 1949, ataques dirigidos contra bienes de carácter civil o personas civiles protegidas como tales, u otros crímenes de guerra tipificados en los acuerdos internacionales en los que sea parte”.

La deconstrucción naval y la energía eólica off shore son dos alternativas entre las posibles y necesarias para la “carga de trabajo” en los astilleros de Cádiz, que harían innecesaria la deriva belicista de construir barcos destinados a la violación de los derechos básicos de las personas.

De esta forma, contribuiríamos a desarrollar una cultura de paz, resolveríamos déficits ambientales importantes y ofreceríamos un buen puñado de puestos de trabajo para hacer sostenible a la construcción naval y conseguir descender las escandalosas cifras de paro que padece nuestra población. Además, pondríamos coto al escandaloso incremento de las exportaciones de armas que sigue nuestro país.

Hay que dejar de colaborar con una monarquía autocrática medieval, que vulnera todos los derechos humanos y promueve el fundamentalismo salafista y el terrorismo islamista, por muy amiga y generosa que sea o haya sido con la casa real borbónica.