Juan Clavero, Lola Yllescas y Mercedes Sousa, miembros de Ecologistas en Acción y participantes en diciembre 2004 en una expedición a la Antártida organizada por la Asociación Española para la Enseñanza de las Ciencias de la Tierra. Artículo publicado en la revista El Ecologista nº 43, primavera 2005

Llegar a la Antártida es cada vez más fácil. Muy lejos quedaron los tiempos en que Drake descubriera el brazo de mar que separa Suramérica de la Antártida, y la primera vez que divisara las Islas Shetland del Sur el marino español Gabriel de Castilla, allá por 1603. Hoy, los modernos barcos que parten desde Ushuaia –la ciudad más austral del mundo– y la tecnología de comunicación, hacen más liviano y seguro el paso por el Pasaje de Drake, aunque la maldición del famoso corsario se sigue cebando, en forma de fortísima tempestad, en los que se atreven a dar el salto desde Tierra del Fuego a la Antártida.

A finales del siglo XVIII James Cook llegó muy cerca de la Antártida, pero no sería hasta 1820 que el británico Bransfield avistara el continente helado. Hasta 1911 ningún hombre logró llegar al Polo Sur; Amundsen y Scott lo consiguieron, aunque el segundo no lograría volver. Mucho antes, los sabios griegos intuyeron la existencia de una Terra Australis Incognita, que vendría a compensar los continentes del hemisferio norte, de ahí su nombre.

Pocas especies, grandes poblaciones

La Antártida es un continente aislado, no sólo de otras tierras, sino también de otros mares, pues la Convergencia Antártica, frontera entre las aguas templadas de los océanos Atlántico, Pacífico e Índico y las frías del Antártico, es una barrera ecológica para la mayoría de las especies marinas. La excepcionalidad ecológica de la Antártida no estriba en su gran número de especies, sino en las enormes poblaciones de cada una de ellas, y en las sorprendentes adaptaciones que presentan. El krill, una pequeña gamba que sirve de alimento a la mayor parte de la cadena alimenticia de estos ecosistemas, se cuenta por millones de toneladas siendo, probablemente, la mayor concentración de biomasa de una única especie del mundo.

De aves hay sólo diecinueve especies, cinco de ellas pingüinos; de pinnípedos, grupo al que pertenecen las focas, seis. Los peces presentan increíbles adaptaciones para poder vivir en unas aguas que pueden bajar de cero grados. Unos tienen anticongelantes; otros, como los peces del hielo, no tienen hemoglobina, siendo prácticamente transparentes. Sólo dos especies de plantas superiores han conseguido sobrevivir en estas condiciones extremas: el pasto antártico y el clavel antártico. El resto del mundo vegetal se reduce a las algas, líquenes y musgos, que tapizan las rocas dándoles un aspecto multicolor.

Las colonias de pingüinos son lugares fantásticos. No se sabe muy bien si somos nosotros los que los estudiamos o son ellos los que nos estudian a nosotros. Su curiosidad es proverbial. Los primeros exploradores de la Antártida los llamaron despectivamente pájaros bobos, confundiendo la hospitalidad y confianza con la que nos obsequian con la estupidez. Hay animales que nos caen simpáticos nada más verlos, y los pingüinos son, evidentemente, unos de ellos. Observarlos construir un nido, incubar sus huevos y defenderlos de las temibles eskúas o trepar por inaccesibles riscos con sus cómicos andares, es uno de los privilegios con el que nos obsequia la Antártida.

En el siglo XIX y principios del XX la caza masiva de focas y ballenas llevó a estas especies a la práctica extinción, con el único objetivo de conseguir grasa para iluminar las noches de las ciudades del mundo desarrollado. Los pingüinos sufrieron menos la saña de esta extraña especie que irrumpió en sus territorios, pero muchas de sus colonias también fueron exterminadas.

Afortunadamente, la fauna antártica se está recuperando. Hemos tenido la ocasión de comprobar cómo proliferan concurridas colonias de las distintas especies de pingüinos; cómo focas cangrejeras y de Weddell, y elefantes marinos han colonizado de nuevo los territorios en los que fueron aniquilados; o cómo las ballenas vuelven de nuevo a ser las reinas de los mares australes. El caso más destacable es el del lobo marino, especie que fue cazada por su valiosa piel hasta su práctica aniquilación; en los años 30 del siglo pasado quedaban algunas decenas de individuos, hoy han superado el millón.

Ballenas jorobadas o yubartas nos hicieron compañía en nuestro recorrido por islas, fiordos y estrechos antárticos. Saludan levantando la cola, pirueta característica que se ha convertido en símbolo de las campañas en defensa de estos colosos del mar. Los barcos no las asustan; han olvidado los tiempos aciagos de la actividad ballenera que las llevaron al borde de la extinción. No todas las especies de ballenas han logrado recuperarse. De la ballena azul, el animal más grande que jamás haya vivido sobre la Tierra, se llegaron a cazar más de 300.000 ejemplares en los mares antárticos, hoy sobreviven unas 500. En las islas 25 de Mayo y Decepción tuvimos ocasión de recorrer los enormes cementerios de ballenas que aún hoy nos recuerdan el atormentado pasado de estos mares.

Ante tan gigantesca cantidad de hielo (aquí está cerca del 90% del agua dulce del mundo) pocos dirían que la Antártida es un desierto, con precipitaciones menores que en el Sahara. La escasa nieve que cae se ha acumulado durante milenios, dando lugar a la enorme capa de hielo de más de cuatro kilómetros de espesor que cubre este continente. Los glaciares trasportan el hielo hasta el mar originando infinidad de icebergs. Si todo este hielo se fundiera, el nivel de los océanos subiría 60 metros. Un argumento poderoso para disminuir la emisión de gases de efecto invernadero.

Tratado Antártico

La Antártida es el único continente sin derechos de soberanía; es tierra de todos dedicada a la ciencia y a la paz. Así lo estipula el Tratado Antártico –aprobado en 1959 por los países más cercanos o con bases en este continente, y en vigor desde 1961–, que regula el estatus legal y las actividades en este continente helado. Hay casi un centenar de bases científicas de veintitrés países, pero están prohibidas las actividades militares y la explotación de recursos naturales. En definitiva, una gigantesca reserva ecológica donde la naturaleza funciona sin intervención de los humanos. Esto no impide que haya países que pugnen por su soberanía. La zona más solicitada es la Península Antártica y las Islas Shetland del Sur, por ser la más accesible, pues dista unos mil kilómetros de la Tierra del Fuego. Chile, Reino Unido y Argentina se la disputan.

En la Antártida hay dos bases españolas: Gabriel de Castilla, en Isla Decepción, y Juan Carlos I, en Isla Livingston. En la primera tuvimos ocasión de comprobar las investigaciones que realizan geofísicos andaluces sobre el movimiento de las cámaras magmáticas y la estructura interna de esta gigantesca isla-volcán. La logística está a cargo de un equipo de militares sin armas por mandato del Tratado Antártico, que cumplen un servicio para la ciencia y la investigación más valioso y respetable que otras misiones internacionales.

En 1991, los países miembros del Tratado Antártico aprobaron el Protocolo de Madrid sobre medio ambiente, que define la Antártida como “reserva natural, consagrada a la paz y a la ciencia”. Incluye varios anexos sobre conservación de flora y fauna, eliminación y tratamiento de residuos, prevención de contaminación marina… No se reguló el turismo, actividad en auge que ya está provocando importantes impactos ambientales. Ya empiezan a verse grandes trasatlánticos que organizan cruceros de lujo por el continente sin dueño. Los firmantes del Tratado han aprobado recientemente un decálogo que pretende regular esta floreciente actividad; el problema es hacer que se cumpla.