Incapaz de confiar en tribunales, expertos, políticos o normativas, la “gente normal” ha decidido tomar el control con sus propias manos. Se les califica de terroristas, vándalos y gamberros. Pero ¿quiénes son los verdaderos gamberros?

En todos los aspectos, los europeos son algo más que escépticos en lo referente a la biotecnología. De hecho, numerosos estudios han mostrado que la gran mayoría de los encuestados se oponen activamente a los avances que se puedan realizar en este campo. Una encuesta reciente de Mori encontró que en el RU, el 77% de los encuestados desearía que se pusiera fin a la experimentación con plantas alimentarias modificadas genéticamente, y un estudio sobre la actitud de los consumidores hacia los organismos modificados genéticamente, respaldado por Unilever, la Green Alliance y la Universidad de Lancaster ha mostrado que los consumidores «se sienten incómodos con la biotecnología en su conjunto». Lo más importante es que ponía de manifiesto que los consumidores tienen, en general, «sentimientos encontrados sobre la integridad y validez de los sistemas actuales de regulación gubernamental, y en particular, sobre las garantías científicas oficiales de seguridad».

Tales garantías carecen, por supuesto, de sentido, ya que los efectos del impacto de las biotecnologías son impredecibles por su propia naturaleza. Según la Soil Association, organización responsable de expedir la etiqueta «biológica» a los agricultores del RU, «una vez liberados, la dispersión de los organismos modificados genéticamente en el entorno no se puede detener, ni se puede predecir las consecuencias… la ingeniería genética es incompatible con la agricultura sostenible».

Ya se han producido diversos desastres potenciales que han liberado accidentalmente Organismos Modificados Genéticamente (OMGs). Por ejemplo, a mediados de abril Monsanto anunció que estaba recogiendo pequeñas cantidades de semillas de colza modificada genéticamente que contenían un «gen no aprobado que entró en el producto por error».

Resulta significativo que durante 1996 se haya producido un incremento del 8% en el rechazo, por parte del público, de esta tecnología, período durante el cual se ha difundido mucha más información sobre el tema. Y lo que es más significativo: un estudio publicado en Nature demostró que cuanto más conoce el público acerca de la biotecnología, menos fe tiene en su seguridad o utilidad. «¿Cuántas pruebas necesita el gobierno de que la opinión pública no quiere alimentos modificados genéticamente y que la oposición es creciente?» Es la pregunta que hace Sue Meyer, directora de Genewatch, la organización responsable de poner en práctica la encuesta de Mori.

El difundido rechazo de la ingeniería genética va mucho más allá de las costas de Gran Bretaña. En Austria, más del 20% de la población firmó una petición para prohibir los alimentos modificados genéticamente, y se han arrancado cultivos experimentales en Alemania, Irlanda y Holanda. Diversas organizaciones muy respetadas y poco dadas a la controversia como, por ejemplo, la Scotish Natural Heritage y la Royal Society for the Protection of Birds (RSPB) han solicitado la prohibición, o al menos una moratoria, sobre la ingeniería genética. John Vidal del diario The Guardian indica que más de 200 empresas de alimentación solicitan una moratoria similar; que Greenpeace ha movilizado a más de 250.000 consumidores en Alemania, y que se espera que se produzcan disturbios entre los pequeños agricultores de la India, si la biotecnología llega a ese país. Algunos minoristas, como Iceland Frozen Foods y British Sugars ya han comenzado a excluir alimentos modificados genéticamente de sus productos.

En marzo, la Genetic Engeneering Network, junto con Friends of the Earth y Greenpeace, lanzaron una campaña de «proteja sus alimentos», destinada a citar por su nombre y a avergonzar a influyentes productores de alimentos, en particular Unilever, que continúan utilizando OMGs. Ya se han distribuido más de medio millón de «tarjetas de deslealtad» (en oposición a las «tarjetas de cliente fiel» de los supermercados), en supermercados y mercados de todo el Reino Unido. Holland y Barrett, una de las principales cadenas de “tiendas de alimentos sanos” del R.U, ha eliminado de sus catálogos diversos productos como resultado de la campaña indicada, y algunas empresas japonesas han aceptado detener la comercialización de alimentos procesados que se fabricaron con tomates modificados genéticamente.

Al mismo tiempo, como indica Mae Wan Ho en este número, se ha producido un incremento masivo de la popularidad de los alimentos biológicos, que cada vez más gente considera el único refugio seguro frente a la biotecnología. Y nada menos que 220.000 consumidores de los EE.UU. demostraron, con sus cartas de protesta por la inclusión de alimentos modificados genéticamente bajo la etiqueta de «biológicos», al Departamento de Agricultura de ese país a principios de año, [véase R. Cummings en este número], que están resueltos a asegurarse de que el término «biológico» no se vea usurpado por empresas como Monsanto.

Puede existir poca duda de que la gente de a pie, independiente, rechaza la manipulación genética de la vida, y sin embargo las licencias para tales experimentos se distribuyen como “confetti” por los gobiernos. En abril de este año, había 332 centros de experimentación en R.U, el 70% de los cuales estaba bajo el control de sólo cuatro empresas: Monsanto, Agrevo/BGS, Novartis/Hilleshog y Sharp's International Seeds Ltd. Lo cierto es que, hasta ahora, no se ha rechazado ninguna petición de ingeniería genética de las presentadas al comité de expertos del Gobierno británico.

En efecto, hemos permitido que un pequeño número de grandes empresas, que, por definición, se preocupan casi exclusivamente por los beneficios a corto plazo, apuesten y jueguen con nuestra propia existencia sobre la Tierra. Su retórica puede ser muy convincente. Monsanto, por ejemplo, se afana aparentemente, en indicarnos que son «plenamente conscientes de lo que pasa por la cabeza del consumidor antes de hacer una compra». A menudo «han suministrado más información (sobre el tema) de la necesaria», según nos dicen. Sin embargo, la misma compañía hace todo lo que está en sus manos para impedir cualquier forma de etiquetado, que pueda informar a los consumidores de que el producto que compra está manipulado genéticamente. La empresa nos dice también que cree que los alimentos deben producirse utilizando menos pesticidas y herbicidas, y, no obstante, en su informe de 1994 a los accionistas señala “que todavía queda un 90%, aproximadamente, de las tierras de labor del mundo, aptas para la agricultura biológica, sin incorporar esta tecnología. Para los fabricantes de herbicidas este potencial virgen significa grandes oportunidades de crecimiento de sus ventas”.

Robin Page, Director de Countryside Restoration Trust, es lógicamente escéptico: “Ya hemos oído ese argumento”, señala. “Los productos químicos a base de DDT iban a ayudar a alimentar al mundo: en lugar de ello, crearon una catástrofe medioambiental. El BSE fue otro producto de alta tecnología, que llevaba una mezcla de despojos de ganado y productos químicos organofosforados. Ahora que vemos que otro producto científico se describe como ‘carente de riesgos', tenemos buenas razones para pensar que traerá consigo grandes riesgos”.

Otra voz influyente de la oposición es la de Florianne Koechlin, que paradójicamente proviene del imperio Geigy Pharmaceuticals. “La ingeniería genética”, dice, “es como un avión Jumbo con frenos de bicicleta”. Koechlin ayudó a organizar las peticiones para lograr un referendum en Suiza sobre el tema. La campaña fue un éxito, hasta que la compañía suiza de biotecnología, Novartis, decidió darle carpetazo, amenazando, entre otras cosas, con abandonar el país, y emigrar a otros lugares donde se siguieran políticas más comprensivas.

El sector de la biotecnología se ufana en señalar que la oposición pública a la ingeniería genética es fundamentalmente “visceral”, y que la ciencia está del lado de la industria. Pero, dado que la gran mayoría de los recursos dedicados a la investigación sobre el tema, vienen de la propia industria, sería ingenuo suponer que tal investigación es enteramente “objetiva”. No se puede esperar que ninguna institución financie una investigación que la desacredite. En las páginas de esta revista se indican numerosos ejemplos de “hallazgos” erróneos. En su conjunto, ponen de manifiesto que no podemos creer a industrias como Monsanto, cuando dicen que “estamos seguros … que las semillas y plantas producidas por la biotecnología son aptas para el consumo humano, para los animales domésticos y para el entorno”.

Pero incluso cuando la ciencia plantea serias dudas sobre la seguridad de experimentos concretos, se la ignora por completo, a menos que sus hallazgos coincidan con los intereses de la industria. Por ejemplo, la investigación suiza sobre una variedad de maíz modificada genéticamente, diseñada por Novartis como veneno para la larva del perforador del maíz, ha demostrado que puede matar tanto a insectos beneficiosos como a nocivos, lo que altera toda la cadena alimentaria. Y aun así, la Unión Europea ha declarado que la licencia concedida al maíz modificado genéticamente, sólo podrá retirarse si se aportan nuevas pruebas científicas que cuestionen su seguridad. Pero estas pruebas, como señala el doctor Ian Taylor de Greenpeace, son precisamente las que los científicos suizos han aportado. Quizás para la UE, la investigación sólo pueda clasificarse como científica si sirve para promover los intereses de la industria biotecnológica.

Si las garantías oficiales son tan poco satisfactorias, ¿a dónde puede dirigirse el consumidor en busca de información fiable? Como ilustra Peter Montague en su artículo sobre el despido de dos veteranos periodistas de Fox TV Florida, culpables de investigar la participación de Monsanto en BGH, los medios de comunicación parecen incapaces de proporcionar tal servicio. Las empresas como Monsanto son grandes anunciantes en la televisión y en la prensa de todo el mundo y, por lo tanto, ejercen una influencia determinante sobre lo que nosotros, el público, puede ver o leer.

Incluso los gobiernos son controlados por estas empresas de una forma preocupante y creciente. Asimismo, dependen principalmente de la ciencia generada por la industria misma para formar sus puntos de vista sobre la biotecnología y, en cualquier caso, tienden a estar obsesionados por los indicadores económicos a corto plazo, a expensas, con frecuencia, de consideraciones más importantes sobre la salud medioambiental o el bienestar humano. En nombre de la “inversión interna”, las naciones ofrecen condiciones especiales al comercio y subsidios de todo tipo para atraer a las Compañías Transnacionales (CTNs) a su territorio. Hoy en día, una de las prioridades básicas de los gobiernos de todo el mundo, ya sean de izquierdas o de derechas, es que las grandes empresas estén contentas. Como resultado, se pasan por alto las “irregularidades” de estas empresas. Por ejemplo, aunque en 1994 Monsanto había sido señalada por la Environmental Protection Agency como parte potencialmente responsable del estado de muchos lugares tipo Superfund (lugares sometidos a un impacto ambiental inaceptable), la compañía aseguró a sus accionistas:“no se espera que se vea afectada la liquidez de Monsanto, su posición financiera ni su rentabilidad”.

Por lo menos sobre el tema de las regulaciones, Monsanto era muy honrada en el pasado. Admitía que: “…en muchos casos, nosotros y algunos otros perfilábamos las reglas de esta nueva ciencia y marchábamos codo con codo, en particular en lo que se refiere a las aplicaciones en plantas y animales”. Por lo tanto, es poco sorprendente que en respuesta al ataque del Príncipe Carlos, que considera que su actuación afecta “a un reino que es de Dios y sólo Suyo”, Monsanto publicara que “aunque [él] es un hombre inteligente y perfectamente capaz de decidir si desea comer esos alimentos… este campo es territorio de las agencias reguladoras”.

Como Gorelick y otros señalan en este número, la puerta de comunicación entre la gran industria y las agencias normativas funciona con tal suavidad, que no se pueden distinguir una de la otra.

Está claro que nos falta democracia. A pesar de la resistencia clara de la opinión pública en general, se ha permitido el paso de la ingeniería genética a toda máquina, prácticamente sin obstáculos. Como resultado, un número cada vez mayor de gente ha decidido resolver las cosas por sí misma. Molesta con la perspectiva de dejar las manos libres a empresas prepotentes, se está preparando para ejercer la “acción directa”, cosa que sus representantes políticos, lamentablemente, no han conseguido hacer en su nombre.

John Vidal, en un artículo en el periódico The Guardian, sobre el profesor sin antecedentes de desobediencia civil, Patrick Whitefield, muestra que no se trata de un movimiento marginal, sino que afecta a una gran número de ciudadanos “respetables” y respetuosos de la ley. Otro ejemplo similar es el constituido, en el Reino Unido, por el movimiento civil contra la construcción de carreteras, que ha conseguido reducir la inversión estatal en las mismas de 23.000 millones de libras, a los actuales 6.000 millones.

“Tras enterarse de que cinco mujeres habían arrancado plantas modificadas genéticamente en un campo experimental de Monsanto, Whitefield llamó a un grupo de Manchester denominado Genetix Snowball y se ofreció a hacer lo mismo. Haciendo esto se arriesga a ser llevado a los tribunales, obligado a pagar una multa y fichado como delicuente. En las semanas siguientes a esta oferta, un trabajador comunitario de Manchester, un abogado galés y al menos otras 250 personas (incluyendo, entre otros, al chef de televisión Antony Worrall-Thomson), habían llamado por telefóno para apoyar o unirse a la ‘acción directa no violenta» contra las plantas transgenéticas”.

Desde los Lincolnshire Loppers, que arrancaron plantas genéticamente modificadas de trigo Spring, en una exposición, hasta los Kenilworth Croppers, que destruyeron un panel de trigo modificado genéticamente en la exposición Royal Agricultural; desde la descontaminación de un cultivo experimental de soja para aceite cerca de Conventry a la destrucción de un ensayo de AgrEvo de colza resistente al herbicida “basta” en Australia, realizada por “Madres contra la ingeniería genética”; desde la descontaminación de 30 toneladas de semillas de maíz transgenético en Francia por parte de 120 miembros de la asociación de agricultores Confédération Paysanne, a las concentraciones masivas ante la sede central de Monsanto en Missouri, el claro mensaje es que la gente “normal” no está dispuesta a permitir que sus representantes tiren por la borda la estabilidad de los seres vivos.

La misma determinación existe en un número creciente de personas, decididas a liberar al mundo de la posibilidad de infecciones de “alimentos Frankenstein”, término que la acción directa de las organizaciones está acuñando. Como señaló uno de los participantes en la ocupación de Norfolk, “ahora parece que las acciones de este tipo son la única vía para devolver al genio a su botella”. Según advirtió otro grupo escocés de activistas, “Las empresas de biotecnología deben comprender que tendrán que pagar por sus actos”.

No es sorprendente que estas manifestaciones de resistencia pública hayan generado el rechazo de los políticos tradicionales. Por ejemplo, el congresista Bill McCollum condenó la acción civil como “terrorismo en nombre de la Madre Naturaleza”, mientras que el congresista Riggs describió a los activistas como “terroristas implicados en una conspiración criminal”. Algunos periódicos ingleses se han quejado de que un gran número de activistas tuvieran becas de enseñanza financiadas por el gobierno. Pero ¿qué mejor uso podrían hacer los estudiantes de sus becas, que el de garantizar que el mundo sea viable para las generaciones futuras?

Esta gente entusiasta, viejos o jóvenes, madres o abuelas, estudiantes o científicos, es acusada de “gamberros”, “vándalos” y “terroristas”. A estas alturas, sin embargo, ¿no deberíamos preguntarnos por quiénes son los auténticos terroristas?

Zac Goldsmith