Hace 2.500 años Confucio decía que cuando las palabras pierden su sentido, las personas pierden su libertad. En los últimos 20 años pocos términos han resultado tan polémicos, tan entusiastamente defendidos o descuidadamente alterados en la interlocución y en la comunicación pública como el término desarrollo sostenible.

Apenas sin discusión sobre sus implicaciones o sus contenidos y sin reparar demasiado en su trascendencia y en sus posibilidades, el desarrollo sostenible ha resultado ser el banderín de enganche de todos aquellos que pretenden defender unas mejores relaciones entre economía y ecología.

Otras opciones

Empero, desarrollo sostenible no es un término caído del cielo. Había otras opciones. Si nos remitimos a la primera Conferencia Internacional sobre el Desarrollo Humano Man and Biosphere en Estocolmo (1972) el término utilizado frente a la crisis ambiental fue ecodesarrollo. Un término demasiado claro y estrechamente vinculado a un movimiento social de protesta como para ser aceptado de buen grado como máximo común denominador. H. Kissinger se encargó de hacerlo desaparecer de los textos la diplomacia internacional.

El término desarrollo sostenible en su acepción inglesa (sustainable development) aparece en la Estrategia Ambiental Mundial de la UICN en 1980. Sin embargo sus auténticos promotores fueron los miembros de la Comisión para el Medio Ambiente y el Desarrollo (ONU) redactores del documento Nuestro Futuro Común. Desde la aparición de tal texto (1987) el término se puso en boga en el camino hacia la Cumbre de la Tierra (Río de Janeiro, junio de 1992), donde se popularizó y reafirmó ostensiblemente.

No obstante, las polémicas en torno a su uso y abuso no se han producido por la indefinición adjudicada al concepto desarrollo sostenible sino por el sesgo desarrollista que sus críticos vislumbran en su utilización. La calculada ambigüedad del término, ha resultado ser un terreno de discordia entre aquellos que tratan de dar mayor relevancia al desarrollo-crecimiento económico y aquellas personas preocupados por los riesgos de estar sobrepasando límites naturales físico-biológicos, es decir por la sostenibilidad ecológica.

Corren tiempos en que la economía prima sobre lo político, sobre lo religioso y lo cultural. Tanto en el Norte como en el Sur las polémicas sobre el desarrollo sostenible están siempre teñidas con tinte económico. Es ahí donde se produce la contradicción entre crecimiento y desarrollo. No es correcto mezclar magnitud y proceso, es decir, tratar de asimilar lo que significa aumento cuantitativo de ciertas magnitudes (crecimiento) con aquello que trata de significar despliegue y articulación de variables cualitativas (desarrollo).

Desarrollo es sinónimo de desenvolvimiento, de transición, de actitud de transformación, de modernización y de autoorganización, mientras que el crecimiento esta relacionado con el aumento de lo mensurable, con el incremento aritmético y numérico. Aunque pueden coincidir, en los temas que nos ocupan, esto es, en las actuales polémicas económicas, ecológicas y político-sociales, suelen devenir marcadamente opuestos y encontrados. Crecer al 3% anual significa doblar la producción cada 24 años y las investigaciones de los últimos 20 años reflejan claramente el resultado anti-ecológico y anti-social de tal empeño.

La relación de subordinación entre el sustantivo (desarrollo) referido, confundido y trastocado como crecimiento y el adjetivo segundón (sostenible) ha supuesto la pérdida de su posible fecundidad innovadora. Para muestra un botón. El artículo 2 del Tratado de Maastricht reza así: “El primer objetivo de la Unión Europea es promover el crecimiento sostenible [sustainable growth] respetando el medio ambiente”.

Cambio radical hacia la sostenibilidad

La búsqueda de un desarrollo humano sostenible tiene más que ver con la redistribución que con el crecimiento y significa reconducir la actual situación hacia una nueva lógica que no olvide a los desheredados de la Tierra, ni a las generaciones futuras. Significa poner en cuestión el modelo de crecimiento y exigir una radical redistribución y reducción de los recursos utilizados por una minoría rica y despilfarradora.

El discurso renovador de la sostenibilidad, basado en el largo plazo y en el equilibrio de intereses y de aspectos sociales, ambientales y económicos casa mal con el corto plazo y los planes de desarrollo amparados en los ciclos de renovación política al uso.

Frenar la larga lista de proyectos infraestructurales (trenes de alta velocidad, aeropuertos, carreteras y autopistas, embalses y trasvases, puertos comerciales y deportivos, incineradoras, centrales térmicas, centros comerciales y polígonos industriales, campos de golf…) que crece día a día es una labor prioritaria y perentoria. Generar un amplio abanico de oposición y de crítica al desarrollismo devastador debe ser el abono para pergeñar una nueva cultura política que nos abra el camino hacia la sostenibilidad.

Existen muy diferentes formas de entender el desarrollo sostenible y más allá de la semántica y la moda se encuentran las tangibles realidades y las voluntades de cambio social. El crecimiento sostenido además de una quimera, es una contradictio in terminis que conlleva marginación y caos.

La desnaturalización del desarrollo sostenible es un hecho, por eso el ecologismo tiende a sustantivar el término sostenible, como parte principal del binomio. La transición hacia un modelo sostenible supondrá la transformación radical de las actuales relaciones no sólo entre economía y ecología, sino también de ambas para con la sociedad. La sostenibilidad exige una voluntad de cambio radical que combine el imperativo ecológico, la redistribución social y un reforzamiento político que contribuya a una gestión ecológica que mejore la participación y auto-organización, local y globalmente.

Iñaki Barcena. El Ecologista nº 41