En una zona tan industrializada como Euskadi, una adecuada gestión de los residuos industriales cobra capital importancia para proteger la salud humana y la del entrono. Sin embargo, hasta la fecha, la experiencia demuestra un grado de chapuza y de oportunismo muy preocupante.

Gabirai [1]. Revista El Ecologista nº 39. Primavera 2004.

Los residuos peligrosos siempre han sido un quebradero de cabeza en el País Vasco. Las industrias no saben qué hacer con ellos oficialmente en el año 2000 se generaron unas 330.000 toneladas–, la Administración no los encuentra en el Plan de Gestión de Residuos Especiales de 1994 se reconocía que más de 60.000 toneladas anuales iban a parar a los ríos o que casi 50.000 eran gestionadas inadecuadamente– y mientras tanto los ciudadanos soportamos los desmanes de unas y otros, resultando que algunos de nuestros cauces son verdaderas cloacas (por ejemplo, el Deba a su paso por Eibar y Ermua, el Cadagua desde Güeñes, el Galindo en cualquier punto, el Ibaizabal desde Durango hasta donde pierde su nombre), por no hablar de los innumerables vertederos y escombreras generosamente repartidos a lo largo y ancho del país.

Sin embargo de unos años acá algunos avispados emprendedores han atisbado el fenomenal negocio que supone la gestión y eliminación de dichos residuos y, como moscas a la miel, se han lanzado a la aventura de crear la eufemísticamente llamada ecoindustria, un invento nacido para solucionar los aprietos de las empresas ajenas para con el medio ambiente, arreglando de paso los problemas de efectivo del bolsillo propio. Hasta aquí todo sería correcto si no fuera porque los métodos que emplean estos especuladores medioambientales dejan mucho que desear tanto desde el punto de vista ecológico como legal. No obstante tampoco es cuestión de aguarles la fiesta, así que para eso están los muchachos de la Viceconsejería de Medio Ambiente del Gobierno vasco, siempre dispuestos a echar una mano a los amigos cuando lo necesitan. Un permiso por aquí, un poco de vista gorda por allá, y a vivir que son dos días.

En cualquier caso, no es justo que un asunto tan jugoso se mantenga oculto por más tiempo; al contrario, lo mejor es que todo el mundo conozca el secreto de la gallina de los huevos de oro, a ver si en un plazo razonable todos podemos montarnos en el carro del progreso y la modernidad. Al fin y al cabo, ya que estamos convirtiendo el país en un estercolero, que al menos nos aproveche la mierda. Mucha atención, porque a continuación se ofrece un somero repaso a lo más granado y selecto en materia de trapicheo con los residuos industriales.

Tratamiento físico-químico

El tratamiento físico-químico de residuos industriales constituyó en su día la primera piedra del largo y exitoso camino emprendido por los gestores vascos de residuos. Se podría decir que es el antecesor de muchas ideas posteriores, la prehistoria de casi todos los métodos revolucionarios para eliminar residuos. ¡Cómo no se les habría ocurrido antes! En pocas palabras, consiste en mezclar varios residuos antagónicos entre sí, de modo que se neutralizan unos con otros. Los ácidos con las bases, la cal con los baños de galvanizado, los cianuros con los oxidantes, y por último todos juntos y revueltos en un gran depósito mezclador. Luego se filtra el agua y se retienen los contaminantes sólidos, que se prensan y desecan hasta un estado semisólido.

Bien es verdad que al principio no era así, pues la filosofía del método consistía en neutralizar la peligrosidad de cada residuo concreto y específico, sin existir una receta única y universal. Pero después se fue complicando el asunto, que si había que reducir costes y optimizar instalaciones, que si eran demasiados residuos y pocas plantas de tratamiento, hasta llegar a la situación actual, en la que todo vale.

Desde hace decenios se aplica este sistema de tratamiento en las plantas de tratamiento vascas de Sader (Bilbao) y Lizarreka (Aduna, Guipúzcoa). El historial de esta última no tiene desperdicio. De sobra lo conocen los ecologistas guipuzcoanos, que repetidamente han puesto el grito en el cielo porque los fangos semisólidos se meten en una antigua mina de yeso situada en las cercanías de la planta de tratamiento. El caso es que estos lodos ni siquiera son manipulados con precaución en la mina, sino que se arrojan a su interior a través de una sima de unos 20 metros de profundidad. Cuando la mina se llene, es seguro que los responsables buscarán otro agujero. La pregunta es si la mina finalmente se llenará o si los residuos acabarán saliendo por Nueva Zelanda, o por Andoain, o en un manantial de Zizurkil, o si brotarán de repente en algún despacho de Vitoria, para más INRI de su inquilino.

Inertización

Desde hace tiempo existen diversas técnicas de estabilización y solidificación que se han aplicado tradicionalmente para tratar ciertos residuos especialmente problemáticos, con el objetivo de que los componentes peligrosos del residuo reaccionen químicamente con una sustancia estabilizante específica, de modo que se cree una estructura sólida y estable –una matriz, en términos técnicos– en cuyo seno los contaminantes permanecen retenidos de forma duradera por la acción de los enlaces químicos que desarrollan con el agente estabilizante.

Con la sapiencia que dan los años mezclando residuos, algunos gestores vascos han importado del extranjero esa idea original y la han adaptado a los modos y formas que rigen aquí. Esto es, se sustituye el agente estabilizante específico por cal y/o cemento en cantidades abundantes, y se mezcla el conjunto a conciencia hasta que parece inerte. Ahora bien, lo peor es que aquí se aplica la misma salsa para todos los platos. Así, aunque en teoría el sistema sólo vale para ciertos residuos -principalmente desechos radiactivos o con metales pesados-, en la versión vasca resulta que se puede inertizar de todo, desde cenizas hasta pinturas y barnices, pasando por baños de tratamientos superficiales, residuos de petróleo, tintas y cualquier residuo susceptible de meter en la amasadora. Rizando el rizo, incluso se pueden mezclar dos tipos de residuos sin necesidad de salsa uno de los residuos hace las veces del estabilizante–, y no queda tan mal. El milagro de la nueva cocina vasca está servido: juntando dos residuos peligrosos, te sale uno inerte y además te ahorras las perras del cemento y la cal.

El caso es que un negocio de esta envergadura no podía pasar desapercibido, así que las empresas Sader y Cespa GR intentaron instalar sendas plantas en Abando (Bizkaia) y Amurrio (Álava), pero les salió mal la jugada. No habían contado con el escollo del estudio de impacto ambiental, y ahí fue donde sus planes se fueron al traste, ya que en el trámite de exposición pública se hicieron patentes sus intenciones y la opinión pública no tardó en movilizarse contra ambas plantas.

Sin embargo a grandes males, grandes remedios. Si el estudio de impacto ambiental es el problema, pues no se hace y en paz. Por ese camino ha ido el vertedero de Cespa-Conten (Larrabetzu, Bizkaia), en cuya parte superior se construyó hace varios años una celda para residuos inertizados. Teniendo en cuenta que los residuos inertizados tienen la consideración legal de residuos peligrosos, debieran haber realizado el estudio de impacto ambiental. ¿Por qué no se sometieron al mismo? ¿Por qué la Administración no se lo ha exigido, después de varios años? Lo dicho, un buen amigo o pariente en el Gobierno vasco vale más que un tesoro.

Quizás el mayor problema de la Administración es que no puede predicar con el ejemplo. Ahí está la empresa Oñeder (Azkoitia, Gipuzkoa) como botón de muestra. En los apenas diez años que lleva inertizando polvos de acería (residuos de los sistemas de filtración de aire que contienen gran cantidad de metales pesados) la citada empresa ha conseguido contaminar los terrenos situados en torno al vertedero donde se depositan los residuos inertizados (vertedero de Hierros Eguino), en los que se han detectado niveles de metales pesados por encima de los límites permitidos. Desde el Ayuntamiento hasta el Departamento de Sanidad del Gobierno vasco, pasando por la Diputación de Gipuzkoa, todos conocen el asunto pero callan, porque uno de los socios capitalistas del negocio es IHOBE, S.A., la sociedad pública dependiente de la Viceconsejería de Medio Ambiente del Gobierno.

Depósitos de seguridad

La cuestión de dónde enterrar los residuos peligrosos nos lleva directamente al meollo de uno de los principales fraudes legales cometidos por la Administración en los últimos años: el de los depósitos o celdas de seguridad. La Ley de Residuos establece, sin posibilidad de equívoco o confusión, que los residuos peligrosos no pueden ser almacenados en un lugar durante más de seis meses. En consecuencia, almacenar residuos durante periodos superiores a esos seis meses constituye en sí mismo un método de eliminación, cuya peculiaridad es que podría revertirse si en el futuro se encontrasen otras vías de tratamiento para esos residuos que fuesen técnica y económicamente viables. Para más añadidura, la legislación sobre impacto ambiental añade, sin asomo de duda, que las instalaciones “de eliminación de residuos peligrosos por almacenamiento en tierra” están obligadas a realizar un estudio y posterior evaluación de impacto ambiental.

Pues bien, a la vista de lo anterior resulta meridianamente claro que el Gobierno vasco ha incumplido reiteradamente las leyes al prescindir una y otra vez dichos trámites, tal y como la propia Unión Europea les ha recordado en los casos de las celdas de seguridad de Loiu (Bizkaia) y del centro comercial Artea (Leioa, Bizkaia). Así, se ha sacrificado el legítimo derecho de la ciudadanía a tomar parte en los procesos de toma de decisiones acerca de dónde y cómo se entierran decenas de miles de toneladas de residuos peligrosos durante los próximos cincuenta o cien años, con el fatuo pretexto de que tal o cual estudio no era necesario, y todo ello por motivos de conveniencia política o de simple amiguismo.

En este sentido no cabe sino echarse las manos a la cabeza ante el cúmulo de irregularidades cometidas en el caso del centro comercial Artea, paradigma de lo que se está cociendo en Euskadi a la sombra de este tipo de instalaciones. En estos casos solo hay que escoger un emplazamiento contaminado con residuos peligrosos (vertedero de Lleuri). Tocando las oportunas puertas, se consigue que la Administración expropie los terrenos bajo el pretexto de una repentina necesidad de recuperación y se los regale a una empresa privada (Sarrienaldea, S.A.) para que –en teoría– construya un depósito de seguridad donde albergar los residuos peligrosos existentes en el lugar (HCH, hexaclorociclohexano, un residuo de la fabricación del pesticida lindane). Luego se clausura la celda tras meter en ella una mínima parte de dichos residuos (800 kg de las 3.000 toneladas de HCH que existen en el vertedero, por ejemplo), a la vez que se esparcen por toda Bizkaia (Superpuerto, escombreras de Castrejana y Erandio) decenas de toneladas de tierras contaminadas extraídas del emplazamiento. Finalmente se obtiene un certificado de la Administración donde diga que todo está conforme y se pega el pelotazo comercial e inmobiliario más escandaloso del siglo XX en Bizkaia. Si los lixiviados de la celda y del vertedero se vierten al río Gobelas conteniendo arsénico y HCH por encima de los límites establecidos, si la Guardia Civil denuncia la situación ante la Fiscalía o si la Unión Europea patalea no importa, los amigos del Gobierno vasco siempre caminarán a nuestro lado para defendernos.

Incineración

Como no podía ser de otra manera, también la incineración tiene un hueco en el hit parade de las aberraciones medioambientales, sobre todo de la mano de las cementeras. Es tan jugoso el negocio que da la sensación de que fabricar cemento se hubiera convertido para ellos en una actividad secundaria, casi marginal. Y no se trata en absoluto de una exageración, puesto que la quema de ciertos residuos en los hornos cementeros materia orgánica o cloruros, por ejemplo– provoca multitud de problemas en la producción del clinker. Sin embargo, esta aparente contradicción se supera imaginando simplemente el enorme beneficio económico que supone quemar residuos, beneficio que en absoluto se deriva de una reducción en el consumo energético, como tratan de hacernos creer. La prueba es que la mayoría de los residuos incinerados hoy en día en las cementeras (arenas de fundición, lodos industriales húmedos, harinas cárnicas) no tiene suficiente poder calorífico como para sustituir al fuelóleo o al carbón que se emplean tradicionalmente en dichas instalaciones.

No obstante para Cementos Lemona, S.A. e Italcementi Group (antigua Cementos Rezola, S.A.) la gran ventaja estriba en que pueden dedicarse a incinerar residuos peligrosos aprovechando que el cartel de la fachada pone “se fabrica cemento”. A la vista de los problemas de todo tipo que acarrea la imposición de una incineradora como la prevista para el Gran Bilbao (Zabalgarbi, ver revista Ecologista 24), es comprensible que los políticos prefieran ahorrarse los quebraderos de cabeza sorteando a la opinión pública mediante el parapeto que supone una fábrica socialmente aceptada. Sabido es que el riesgo y la inseguridad son percepciones psicológicas, y que es muy difícil ver como enemigo a una fábrica que lleva cien años en el mismo sitio sin que nunca haya sucedido nada grave. De este modo la Administración se ahorra largos pleitos legales, complejas evaluaciones de impacto ambiental, alarmantes estudios epidemiológicos y otros contratiempos que dificultan el avance de los negocios. Ahora bien, la veda está abierta y otros sectores industriales como las empresas papeleras, las acerías y las centrales térmicas ya levantan el brazo reclamando su turno, con la amenaza de convertir en papel mojado tantos años de lucha ecologista contra la incineración.

Valorización energética

Mención aparte merece sin duda el capítulo de la gestión de los aceites usados en nuestra Comunidad, sistema que guarda bastantes similitudes con aquellos otros métodos de persuasión que montó Al Capone en el Chicago de los años veinte. La historia comienza en 1996 con la construcción del Centro Avanzado de Reciclaje (CAR) por parte del Gobierno vasco, por supuesto con dinero público. La gestión de este centro uno de cuyos objetivos es tratar el aceite usado que se genera en Euskadi– se adjudicó a la empresa privada Sogecar, en cuyo accionariado figuran los sempiternos gestores Sader y Ekonor, además de –¡eh, voilà!– el grupo Gamesa como estrella invitada. La gestión que se realiza en el CAR consiste en comprar el aceite, filtrarlo y purificarlo para venderlo posteriormente como un combustible semejante al fuelóleo, una vez desclasificado de su condición legal de residuo peligroso. ¿Que quién compra el aceite desclasificado? Pues la empresa Enviroil Vasca, S.A. del grupo Gamesa, por supuesto–, que lo quema en el Polígono Industrial de Jundiz (Vitoria) para generar electricidad que a su vez vende a Iberdrola con todas las bonificaciones propias de un productor de energías renovables. Es la cuadratura del círculo.

Sucede que en este lucrativo invento fallaba al principio una pieza esencial: los recogedores de aceite, pequeñas empresas encargadas de transportar los residuos oleosos desde las industrias hasta el Centro Avanzado de Reciclaje. Entre 1996 y 1998, a la vista de que el precio que pagaba Sogecar era muy bajo, estos recogedores comenzaron a llevar el aceite a plantas de tratamiento de otras comunidades Madrid, La Rioja, Cataluña–, donde les pagaban más. Temeroso de que el jugoso tinglado se viniese abajo, en 1998 el Gobierno vasco modificó la legislación para obligar por decreto a que los recogedores entregasen en Sogecar la mayor parte del aceite recogido, prohibiendo su traslado fuera de Euskadi. Además por decreto se les impedía almacenar transitoriamente el aceite en sus instalaciones, ya que para tales menesteres se creaba la figura intermedia del centro de transferencia. Por supuesto Sader y Ekonor consiguieron la autorización para convertirse en centros de transferencia, lo que en la práctica les ha supuesto monopolizar el negocio del aceite y enriquecerse a costa de los recogedores, privados éstos ya de cualquier otra alternativa comercial. El círculo mafioso se cierra con la actividad castigadora de la Administración, que sanciona a los recogedores díscolos y protestones, a la vez que niega los permisos necesarios a las empresas de otras comunidades que tratan de recoger aceite en Euskadi.

Ofertas y promociones

Como no podía ser de otra manera, en un abanico tan amplio de posibilidades de fraude y delito siempre hay un hueco para las ofertas especiales, esas oportunidades únicas que sólo aparecen una vez en la vida, como es el caso de la construcción del superpuerto de Bilbao. Al hilo de los métodos de Al Capone, qué mejor manera para deshacerse de un residuo peligroso que ponerle un pijama de cemento. Dicho y hecho, las obras del superpuerto llevan años siendo el destino preferido de gran parte de la porquería que no se sabe dónde esconder. Allí se han vertido por ejemplo los lodos extraídos del dragado de la ría del Asúa, con toda su mortal carga de metales pesados y pesticidas. También se están llevando cientos de miles de toneladas de escorias de siderurgia y fundición, así como tierras contaminadas de remota procedencia. El hormigón será su tumba hasta que el mar vaya horadando el féretro y los muertos revivan, quizás para aniquilar de nuevo la incipiente vida marina que hoy renace en El Abra.

Por último están las promociones de temporada, campañas en las que lo importante no es el negocio en sí, sino la imagen. En este campo hay que reconocer que el premio se lo lleva la planta de tratamiento de HCH ubicada en Baracaldo (Bizkaia). A estas alturas ya no cabe duda de que ese invento no ha sido sino una tapadera de los políticos de turno para esconder su incapacidad, incompetencia y falta de vergüenza. La incapacidad que han demostrado para dar solución a un problema relativamente menor, ya que 5.000 toneladas de HCH puro constituyen solo un 1% de los residuos peligrosos que se producen en Euskadi en un año. La incompetencia que han manifestado al gastarse 1.500 millones de las antiguas pesetas para ello (320 pta./kg), cuando su deposición en una celda de seguridad hubiera costado apenas 30 millones (6 pta./kg). Y, finalmente, la falta de vergüenza para reconocer que la excelsa tecnología BCD usada para ello no es sino un proceso chapucero que para destruir las 5.000 toneladas de HCH genera otras 12.500 toneladas de residuos, de las cuales 250 son residuos peligrosos.

¿Quién da más?

Hoy en día no es posible saber cuál será la tendencia futura en el tratamiento y destrucción de los residuos industriales, pero es seguro que, al igual que sucede en Euskadi, allí donde haya una industria contaminante, alrededor estarán los gestores de residuos, prestos para negociar con los desechos del festín al mismo tiempo que enarbolan la bandera del medio ambiente.

En el caso concreto de nuestra Comunidad, mientras estas empresas sigan teniendo la enorme influencia política y económica que hoy poseen, será muy difícil poner en marcha políticas serias de minimización de residuos o que las tecnologías limpias se hagan realidad. Una vez más lo deseable desde el punto de vista medioambiental choca frontalmente con los intereses empresariales. ¿Hasta cuándo?

Notas

[1] Este artículo forma parte del contenido del libro El gran negocio de los residuos industriales en Euskadi, editado por Sagarrak-Ekologistak Martxan (Matxinsaltoa nº 28, julio 2003)