Un gran negocio para las eléctricas y un enorme riesgo para la población.

Francisco Castejón, Ecologistas en Acción. Revista El Ecologista nº 86.

Una vez que la central nuclear está ya amortizada, el actual sistema eléctrico convierte su explotación en un gran negocio. De ahí la fuerte resistencia de las empresas propietarias al cierre de las plantas: es mucho más rentable la prolongación de su vida muchos más años que la construcción de nuevas plantas, que necesita de grandes inversiones. Sin embargo, alargar la vida del parque nuclear supone un grave riesgo, al llevar hasta el límite a equipos y sistemas que no se diseñaron para funcionar tanto tiempo.

El precio del kilovatio-hora (kWh) nuclear está compuesto por los costes fijos y los costes variables. Los primeros son aquellos en que se incurre produzca o no energía la central, mientras que los segundos están asociados a la producción de electricidad. Ejemplos de costes fijos son la amortización de la planta, la protección física o los sueldos de la plantilla fija. Los costes variables son los originados por el combustible y por las operaciones de mantenimiento asociadas al funcionamiento.

A diferencia de otras fuentes de energía, como el gas, en la energía nuclear los costes fijos son muy superiores a los variables. De hecho, la parte del león se la lleva la amortización de la central, pues su construcción supone la inversión de un gran volumen de capital: de hecho, hasta el 70% del precio del kWh se destina a pagar los préstamos recibidos para construir la central. El tiempo de amortización depende de muchos factores, como el precio del dinero o las decisiones políticas que tomen las empresas propietarias de las centrales y los bancos acreedores. Así, un tiempo de amortización más largo implica que el coste del kWh sería menor y, por tanto, que la energía nuclear resulte más competitiva. Además, alargar el tiempo de amortización implicaría que en caso de algún gobierno tomara la decisión de cerrarla antes de haberlo completado, posibilitaría que se pudiera exigir una indemnización. También supone un aumento en los costes financieros lo que introduce más incertidumbre en los tipos de interés.

Los mecanismos de fijación del precio y de las retribuciones de la electricidad varían de unos países a otros. En España tenemos un marco que parece hecho a medida de la industria nuclear. La retribución a los operadores eléctricos se realiza mediante una subasta marginalista, en que todas las fuentes de energía eléctrica necesarias para cubrir la demanda hora a hora se retribuyen al precio de la más cara. Esto hace que el kWh nuclear se pague normalmente a precio de gas, que resulta hasta ocho veces más caro que el kWh nuclear –en caso de que la central esté ya amortizada–.

Teniendo en cuenta todo esto, resulta obvio que el verdadero negocio de las centrales nucleares en España es la prolongación de su vida muchos más años que el tiempo de amortización y no la construcción de nuevas plantas, que necesitan grandes inversiones. Además, el sistema eléctrico español tiene más del doble de la potencia instalada que la máxima demanda, por lo que a nadie le interesa hoy construir nuevas centrales. En efecto, una vez que la central está ya pagada, el funcionamiento del actual sistema eléctrico convierte su explotación en un gran negocio con enormes beneficios para sus explotadores. De ahí que estos se resistan de forma durísima al cierre de las plantas.

Problemas técnicos

Sin embargo, la prolongación de la vida del parque nuclear supone un riesgo obvio, puesto que implica llevar hasta el límite una serie de equipos y sistemas que no se diseñaron para funcionar tanto tiempo. No hay más que ver el lamentable estado que presentaba la central nuclear de Zorita (Guadalajara) cuando se procedió a su cierre en 2006, y contaba con 37 años de funcionamiento, o el que presenta ahora Garoña (Burgos) con 42 años de antigüedad.

La corrosión y el envejecimiento generalizado de los sistemas de seguridad agravan el riesgo de mantener las centrales en funcionamiento. Nos encontramos con tecnologías obsoletas de control, ya superadas en la actualidad; equipos eléctricos, trenes de cables, etc. que también tienen una vida limitada; al igual que los sistemas de protección contra incendios y de otros elementos claves para la seguridad de la central. El alargamiento de vida supone realizar grandes inversiones para parchear las instalaciones, sin poder garantizar que vayan a seguir operando el tiempo necesario para recuperar esas inversiones.

Sin embargo, el factor más limitante para el alargamiento de la vida de las centrales son los problemas de corrosión que aparecen en los elementos del circuito primario, que es la primera barrera para la defensa en profundidad. La corrosión y la aparición de fisuras en elementos del primario se han convertido en una enfermedad común de las centrales más antiguas.

Tenemos ejemplos de esto en los 12 generadores de vapor de Ascó I y II (Tarragona) y de Almaraz I y II (Cáceres), que debieron ser sustituidos, a pesar de lo cual han vuelto a aparecer fisuras en los generadores de Almaraz; en la tapa de la vasija de la central de Zorita, que también debió ser sustituida; y en la central de Garoña que ha sufrido los estragos de la corrosión en el barrilete de la vasija y en las penetraciones de las barras de control. La corrosión se debe a que la radiactividad acrecienta los posibles defectos microscópicos que pudiera haber en los materiales con que se fabricó el circuito primario. Otro clamoroso ejemplo lo constituyen las centrales belgas de Döel 3 y Thianje en las que se han hallado miles de fisuras e indicaciones. El acero de las vasijas de Garoña y Cofrentes fue producido por el mismo fabricante, por lo que no es descartable que presenten idéntico problema.

Si las reparaciones en los sistemas de eléctrico, de seguridad o de control son insatisfactorias, mucho más lo son las realizadas para atajar la corrosión, puesto que solo actúan sobre las partes más degradadas sin atacar el problema de fondo. Los gastos que acometen las empresas propietarias no sirven más que para poner parches que no alcanzan niveles admisibles de seguridad. Además, el coste de esos parches se repercute finalmente sobre los consumidores de la electricidad.

Las dosis para los trabajadores y el mantenimiento

Las personas que trabajan en las centrales nucleares son los primeras en poner en riesgo sus vidas en las instalaciones envejecidas. En caso de accidente serían los primeras afectadas. Pero además, el alargamiento de vida obliga a continuas inspecciones del circuito primario para medir el avance de la corrosión y para verificar el estado de los diferentes sistemas de seguridad. Del mismo modo, los envejecidos sistemas requieren de complejas operaciones de mantenimiento dentro de la contención de la central, la zona más radiactiva. Todo esto hace que la plantilla reciba unas dosis de radiactividad más altas de lo normal.

Por otra parte, los cierres de las nucleares no deben suponer la pérdida de los puestos de trabajo, puesto que queda por delante el proceso de desmantelamiento que generará tantos empleos como la propia central en funcionamiento. Además, el dinero pagado por Enresa a los ayuntamientos de la zona en concepto de almacenamiento de los residuos nucleares, puede muy bien usarse para generar actividades que creen puestos de trabajo y promover proyectos que contribuyan al desarrollo sostenible local.

La situación en España

En el momento actual no existe una definición precisa de la vida útil de la central. El Gobierno del PP se ha mostrado favorable al alargamiento de vida hasta los 60 años y ha hecho de ello una motivación política. En realidad, el alargamiento de la vida supone un regalo para los explotadores de la central que esperan hacer un negocio redondo con las envejecidas plantas, sin importar el riesgo al que someten a la ciudadanía y al medio ambiente.

En Garoña se está librando la primera batalla. A Nuclenor, la empresa propietaria, no parece interesarle tanto Garoña en sí, que supone un gran riesgo técnico y económico, como el precedente de que el Consejo de Seguridad Nuclear conceda por primera vez en su historia una autorización por más de 10 años y permita, también por primera vez, que una central funcione hasta los 60 años.

El PSOE llevaba en el borrador de la Ley de Economía Sostenible que las centrales podían funcionar hasta 40 años. Sin embargo, este artículo desapareció por las presiones de CiU. En la actualidad, la postura oficial es mantener las centrales en 40 años. El resto de la izquierda estaría a favor de un cierre tras 30 años de funcionamiento.

Como se ha explicado, el alargamiento de la vida permite a las empresas propietarias de las centrales extender el periodo de amortización de las plantas. Esto tiene el efecto de abaratar el precio del kWh, haciendo que la energía nuclear compita aún con más ventaja en el desquiciado sistema eléctrico español. Pero además, forzaría a un gobierno que se propusiera proceder a un cierre escalonado de centrales a negociar el coste de la parte de la central no amortizada, encareciendo el precio del cierre, que deberíamos volver a pagar los y las sufridas consumidoras.

Es imprescindible proceder ya al cierre y desmantelamiento de las centrales nucleares según vayan cumpliendo 30 años. Y un gobierno responsable debería fijar el periodo de vida útil en esos 30 años y renunciar a la construcción de más centrales. Mantener las centrales en funcionamiento más allá de esos 30 años supone aumentar el riesgo de accidente de forma inadmisible y hacer más probables accidentes como el de Fukushima, Chernóbil o Harrisburg.