Diversificar ante un mundo sin petróleo.

Gabriela Vázquez [1]. Revista Ecologista nº 91.

Tanto a nivel teórico como práctico, la preocupación de “¿qué vamos a comer mañana?” es una de las que primero se le viene a la cabeza a todo el mundo cuando empieza a imaginarse las consecuencias de una crisis ecológica como la que estamos viviendo.

Si hay un tema sobre el que se ha pensado, y trabajado, de cara a una transición post-petróleo es el relacionado con el modelo alimentario. Precisamente porque es un proceso que ya ha pasado en muchos lugares a la acción, y en el que la actividad local y cotidiana es muy absorbente, resulta oportuno recoger en lo teórico, algunos elementos que sería necesario que estuvieran presentes en el modelo general que se configure a partir de este mosaico de pequeñas iniciativas; tanto las que existen como las que están por venir.

Este artículo revisa conceptos generales para quienes se acerquen a este tema. Las ideas que se van a comentar son tres: la vuelta a un paradigma de diversificación-adaptación, la relocalización de la producción-consumo y la gestión del conocimiento.

La revolución verde de mediados del siglo XX permitió sustituir buena parte de la energía humana y animal utilizada en agricultura por energía fósil: la mecanización, la utilización de insumos de síntesis –fertilizantes o pesticidas producidos en base a grandes cantidades de petróleo y gas natural– o el desarrollo de variedades híbridas de élite –variedades uniformes, muy productivas siempre que se utilizara una gran cantidad de los insumos descritos– permitieron aumentar enormemente la producción en buena parte del planeta.

Antes de esto, la agricultura existente no tenía más remedio que estar adaptada a las condiciones de suelo, clima, plagas, etc., que hubiera en cada zona. Se trabajaba con lo que había. Para esto, la solución era la diversificación: soluciones distintas para cada zona –no se cultivaba lo mismo ni de la misma manera en una comarca que en otra– y se daban respuestas distintas dentro de cada pequeña zona –cada comarca y cada agricultor y agricultora tenía una producción heterogénea, para que si una cosa no salía bien pudiera hacerlo otra–. Esto es lo que podría llamarse el paradigma de diversificación-adaptación.

La llegada de la revolución verde permitió simplificar esta situación: dentro de regiones mucho más grandes las diferencias entre unas condiciones y otras se podían nivelar con distintas cantidades de fertilizantes o pesticidas, pudiendo utilizar así las mismas variedades en territorios muy distintos. Los riesgos derivados de la uniformidad –agotamiento del suelo, vulnerabilidad ante las plagas, etc.– podían también parchearse utilizando más cantidades de un insumo u otro. En lugar de adaptarnos a las condiciones de cada zona, pudimos pasar a modificar las condiciones de esa zona para que se adaptasen a lo que queríamos –generalmente, las condiciones de máxima producción–. Esto es lo que podría llamarse el paradigma de estandarización-modificación.

Esta uniformidad ha favorecido también que una sola persona pudiera gestionar extensiones mayores de tierra y que unas pocas empresas puedan proporcionar los insumos necesarios para buena parte de las explotaciones del mundo. En este sentido, el paso al paradigma de estandarización-modificación ha supuesto una fuerte concentración de la propiedad, tanto en las propias explotaciones como en el sector agroindustrial que le aporta los suministros.

En un mundo con menos energía y materiales no tendremos acceso a tales cantidades de energía fósil, por lo que habrá que volver a trabajar con lo que haya. Esto implica volver a una agricultura mucho más diversificada, consciente de los límites existentes y que adapte su producción a las condiciones de cada zona, y no al revés.

Relocalización de la producción y el consumo

En un mundo con menos energía y materiales, nuestros alimentos no pueden seguir viajando de acá para allá para poder ser producidos, procesados o empaquetados en el lugar con menos costes, ni tampoco pueden hacerlo los insumos necesarios para producir estos alimentos.

Desde el punto de vista de la producción, supone utilizar materiales de entrada (abonos, piensos…) producidos en la finca o en las cercanías, preferiblemente renovables: será mejor utilizar estiércol que fosfato de roca, aunque haya una mina cerca. También supone utilizar tecnologías fácilmente descentralizables, por ejemplo maquinaria o herramientas que no requieran de un sistema globalizado de distribución, sino que puedan obtenerse y repararse a una escala más cercana.

Desde el punto de vista del consumo estaríamos hablando de los circuitos cortos de comercialización. El objetivo en este caso no sería una autosuficiencia local-regional radical, sino darle la vuelta al modelo conocido del pastel y la guinda. En estos momentos, si la alimentación fuera un pastel, la atención general parecería dirigirse a que el bizcocho (la harina, los huevos, el aceite) se haga con ingredientes producidos en cualquier parte, para después decorarlo con una guinda ecológica-local. Al invertir el modelo, nos aseguraríamos de que, al igual que ha sucedido durante la mayor parte de la historia, el grueso de nuestra alimentación viniese de producciones cercanas, dejando las importaciones para esos productos ‘especiales’.

Relocalizar el grueso de nuestra alimentación y producción no es, como ya sabemos, tan sencillo y requiere un cambio importante en nuestra forma de pensar y configurar la alimentación y la dieta.

Recuperar, repensar e investigar

Para muchas personas, el paso a un modelo alimentario que sea justo con las personas y el planeta evoca exclusivamente escenarios de boina y toquilla negra, inviernos de berza y lumbalgia constante. Sin embargo, repensar nuestro modelo alimentario no tiene por qué devolvernos automáticamente a un escenario preindustrial.

Desde luego, sería insensato por nuestra parte preguntarnos cómo podemos alimentarnos en un contexto sin combustibles fósiles y rechazar recuperar la experiencia y conocimiento de miles de años en todos los pueblos del planeta lidiando exactamente con esas condiciones. Aunque buena parte de los recursos genéticos y culturales, lamentablemente, se han perdido, recuperar el conocimiento ya existente, y en muchos casos ya adaptado a cada zona, (o a lo que era esa zona antes de la degradación ecológica generalizada) resulta esencial de cara a replantearse una transición en lo alimentario.

Por otra parte, aunque mucho de lo que se ha investigado y aprendido en estas décadas tenía como único objetivo maximizar las tasas de beneficio y no la calidad de vida de las personas, buena parte del conocimiento sí podría aplicarse a esto último. Como sociedad hemos invertido una gran cantidad de recursos en aprender más sobre agronomía, fisiología vegetal, genética, conservación de los alimentos, etc., y por tanto podemos repensar toda esta información para encontrar soluciones nuevas.

Es seguro que todo esto dejará lagunas de conocimiento. Será por tanto necesario invertir en el futuro en generar nuevos conocimientos para ir cubriendo estos huecos.

Por todo el mundo existen ya movimientos y proyectos que están replicando estos y otros principios, dando lugar a la corriente que se conoce globalmente como agroecología.

La agroecología es una disciplina relativamente nueva que intenta conjugar distintos tipos de conocimiento y construir nuevos sistemas alimentarios para adaptarnos a las condiciones cambiantes de nuestro planeta.

El trabajo diario de las personas que construyen cotidianamente estos nuevos espacios y la creación de esquemas desde lo colectivo e institucional (que permitan restar espacio al modelo agroindustrial) resultan esenciales para plantar cara en el campo y en el plato a los desafíos que nos esperan. Si conseguimos que estos esquemas funcionen como punta de lanza de la transición energética, tal vez nos sea más fácil, con la barriga llena, seguir construyendo el resto.

[1] Gabriela Vázquez, Área de Agroecología, Soberanía Alimentaria y Medio Rural de Ecologistas en Acción.