Uno de los problemas medioambientales que en los últimos tiempos está adquiriendo dimensiones extraordinariamente graves, es el producido por ciertas especies de la fauna y flora exóticas que se han introducido en biotopos ajenos a sus lugares de origen. Algunas están provocando descalabros monumentales en nuestros ecosistemas.

Desde hace bastantes décadas, los científicos han ido demostrando que el planeta Tierra no está compuesto por una serie de compartimentos estancos, desconectados entre sí, en los que la evolución sufre un proceso acrisolado. Desde la noche de los tiempos, las especies han transgredido fronteras e invadido territorios ajenos sin que eso haya supuesto un problema especial para el equilibrio de los ecosistemas; éstos últimos se van remodelando constantemente debido a ese fenómeno natural. Es el caso, por ejemplo, del camaleón del sur peninsular, introducido hace unos tres mil años desde el norte de África, perfectamente adaptado en los ecosistemas litorales andaluces, donde no ha desplazado a ninguna otra especie y ha ocupado un nicho ecológico -léase recurso biológico y alimenticio- desocupado, u otros como los de la jineta o el meloncillo, que se piensa que fueron introducidos por los árabes como animales domésticos y no presentan problemas de conservación. De hecho, dicha movilidad de fauna y flora forma parte del propio fenómeno histórico-evolutivo terrestre. En la actualidad, por motivos diversos (fundamentalmente comerciales, entre los cuales no pocos tienen que ver con la expansión del turismo y la promoción de la caza y pesca deportiva, pero también por motivos científicos), el hombre está movilizando especies de un lugar a otro con una desinhibición e insensatez preocupantes. Al producirse este fenómeno en un espacio de tiempo tan corto y de manera tan reiterativa, el puzzle ecológico se está descomponiendo a gran velocidad.

La acción humana provoca un grave trastorno al introducir constantemente especies animales y vegetales exóticas en todos los ecosistemas. Tanta y tan rápida profusión de intercambios en la biota (que, a su vez, se agrava con otras acciones como la deforestación, la contaminación de suelos y acuíferos, o las transformaciones del uso del territorio) evita el reajuste dinámico de dichos ecosistemas. Entre el sinfín de especies introducidas siempre hay muchas que, al no poder adaptarse, no sobrevivirán, pero otras, en cambio, poseen mayor capacidad adaptativa y desplazan a las autóctonas, lo cual puede transformar radicalmente las relaciones entre las demás especies e incluso, en casos extremos, desnaturalizarlas. Especies fundamentales en un ecosistema dado van cayendo consecutivamente como las fichas de un imaginario dominó, empobreciendo su diversidad biológica y, por tanto, las posibilidades de recuperación futura. La rapidez del proceso impide que el mismo se equilibre autorregulándose, perdiendo de esa manera su identidad y viéndose transformado, en los casos extremos, en una mera coctelera de especies ecológicamente desconectadas.

La introducción de especies foráneas en un ecosistema acarrea habitualmente graves consecuencias en la estabilidad del mismo. Cuando menos, a medio o largo plazo, el efecto es imprevisible y suelen producirse desenlaces insospechados (véanse las desastrosas consecuencias ecológicas de la introducción en el pasado de los perros, algunos de los cuales se asilvestraron, o de los conejos en Australia).

En un primer momento, el aspecto más llamativo del fenómeno, la punta del iceberg, suele ser el de situar al borde de la extinción -cuando no se logra ésta completamente-, en un breve período de tiempo, a las especies locales a las cuales sustituyen: aquéllas cuyo nicho ecológico ocupan, con las que entran en competencia. Las posibilidades de recuperar el estado anterior de las cosas son ilusorias. Este fenómeno deja habitualmente secuelas irreversibles: véase el ejemplo de la introducción de cangrejos americanos en España y la regresión inmediata del cangrejo local (antiguo paradigma de la materia prima de la gastronomía tradicional española y hoy día un auténtico desconocido), situado actualmente al borde de la extinción; todo ello en una o dos décadas, no más.

Los mecanismos que provocan el impacto de las especies invasoras sobre las poblaciones autóctonas son diversos: depredación, competencia por el espacio vital o por el alimento, alteración drástica del entorno o hábitat, hibridación (pérdida de la dotación genética de la especie suplantada) o transmisión de enfermedades para los que las estirpes locales no están preparadas para combatir. Las especies exóticas que se logran aclimatar suelen contar con una ventaja añadida, que es la que se refiere a la ausencia de enemigos naturales.

Existen datos para asegurar que en nuestros días está produciéndose un trasiego de especies, a escala mundial, mucho más intenso que en cualquier momento histórico anterior, y que los desequilibrios provocados en los ecosistemas son constantes y sus efectos cada vez más brutales. En Madagascar, por ejemplo, la gigantesca isla en donde la biodiversidad alcanza las cotas más sorprendentes del planeta, la extensión de la colonización humana, su agricultura y la explotación ganadera y forestal, junto al impacto que produjo la introducción masiva de animales domésticos, han transformado ya más del 85 % de su superficie y están cambiando hasta la climatología de la misteriosa isla: hoy, su fisionomía ya no es la misma que la de legendarios relatos de… ¡hace menos de veinte o treinta años!

Aunque habitualmente nos estemos refiriendo a los vertebrados, la situación se hace extensible a los demás seres vivos: tanto invertebrados, con especial incidencia numérica en artrópodos y moluscos, como a las especies de los reinos vegetal y fungi (hongos), e incluso el de las bacterias.