Colaboración especial nº 50.

José Manuel Naredo. Revista El Ecologista nº 50.

El singular período de auge económico al que estamos asistiendo trae enormes fortunas para algunos, pero las jóvenes generaciones encuentran usualmente más dificultades que sus padres para lograr un trabajo digno y razonablemente remunerado, o para emanciparse y disponer de un entorno amable y un hábitat acogedor. Se observa así que el crecimiento de los agregados macroeconómicos, gobernados por el consabido Producto o Renta Nacional, tiene cada vez menos que ver con el bienestar de la gente, al orientarse a paliar las crecientes exigencias del propio sistema (en transportes y comunicaciones, control de residuos, seguridad…o viviendas desocupadas) y a promover megaproyectos cada vez más extravagantes y ajenos a las condiciones de vida de la población, llamada a sufragar a la postre el festín de comisiones, plusvalías y márgenes diversos realizados por sus promotores.

Y es que la asociación de la metáfora de la producción y la mitología del crecimiento con el bienestar de la mayoría pierde su sentido originario, cuando cobra fuerza una nueva fase de acumulación capitalista en la que el peso económico se desplaza desde la fabricación y venta de mercancías hacia la promoción y venta de activos patrimoniales (financieros o inmobiliarios) unida al hábil manejo de concesiones, recalificaciones o contratas. La gran importancia del negocio inmobiliario en la marcha reciente de la economía española ha tenido consecuencias devastadoras para el territorio, ya que la construcción y las obras públicas son las colaboradoras necesarias de ese negocio.

El hecho de que en 2005 el consumo de cemento haya superado en España los cincuenta millones de toneladas –es decir, más del doble que el de Francia–, denota la magnitud del llamado tsunami inmobiliario que configura un entorno erizado de grúas y horrores constructivos. Y el absurdo de que con tanta vivienda haya cada vez más gente que no puede acceder a ella, denota lo descarriada que está la máquina económica, cuyo creciente manejo de energía, materiales y residuos escasamente apunta ya a aumentar la calidad de vida de la gente, pero sí su endeudamiento –que alcanza máximos históricos– y sus negativas consecuencias sobre el entorno.

Llamemos, pues, a revisar la fe tan extremadamente beata y extendida en las bondades del desarrollo económico, que impide ver que tal desarrollo nos arrastra hacia un horizonte generalmente inviable e indeseable.