Frente a lo que nos quieren hacer creer, la economía real no se desmaterializa, la brecha entre ricos y pobres no se reduce, el deterioro ambiental no se frena. Todo lo contrario. La única utopía para sacarnos de este auténtico atolladero planetario es la de una genuina sostenibilidad, basada en el decrecimiento.

Es muy difícil en los tiempos de consumismo desaforado y obsesión por el enriquecimiento personal abogar por un modelo de desarrollo que pivote en no seguir creciendo, mantener hábitos austeros y ralentizar el ritmo asfixiante de expolio de la naturaleza. El discurso dominante nos intenta persuadir que la ecoeficiencia, el desarrollo sostenible y la innovación tecnológica pueden lograr el milagro de los panes y los peces de continuar creciendo en un planeta finito, sólo a base de poner algunos frenos a la ineficiencia y al despilfarro.

Es hora de que los movimientos sociales más lúcidos se den cuenta de la falacia y del error: el incremento continuado del Producto Interior Bruto, la mayor generación de bienes y servicios, la acumulación constante del capital, es una perspectiva rechazable por más que intente disfrazarse de amigable con el medio natural y sostenible. Como reconoce Susan George, “cada 25 años la economía mundial se duplica; hay que terminar con esa idea de crecer sin parar o acabaremos con el planeta: sencillamente este sistema es insostenible”.

Se agudizan las crisis sociales y ambientales

Con la teoría productivista, que afirma que la cantidad de recursos naturales requerida por unidad de producto disminuye con el progreso técnico, los economistas proclaman una desmaterialización de la producción que no es cierta. La extracción de materias primas sigue imperturbable, con el petróleo como hito, y el crecimiento demográfico y la expansión del comercio hacen trizas todos los propósitos de contener la degradación de la Tierra. Por otro lado, el calentamiento global repercute sobre todos los países y en mayor medida en los que menos responsabilidad tienen en el incremento del efecto invernadero: los países pobres o, mejor dicho, desposeídos.

El aumento general de la brecha entre pobres y ricos contradice también la dudosa teoría según la cual el crecimiento económico es capaz de reducir las desigualdades y de reforzar la cohesión social. De los 6.500 millones de personas que habitan el planeta, mil millones siguen estancadas en la miseria, el hambre y la pobreza. Son los desposeídos que no tienen nada y que sobreviven con menos de un dólar al día. Forman lo que Paul Collier llama “el club de la miseria”. Mientras que la ola expansionista de los últimos años (veremos lo que pasa en la situación de desaceleración actual) ha conseguido mejorar rentas a muchos países “en vías de desarrollo”, África y parte de Asia han sufrido el empeoramiento de sus condiciones de vida, con Estados calificados como fallidos. La combinación de lo que Kormondy llamaba las tres “p” –pollution, population y poverty–, es decir, contaminación, crecimiento demográfico y pobreza, ha degradado su situación social y ambiental, alejándoles de los intercambios monetarios y comerciales.

Muchos de ellos padecen la llamada maldición de los recursos, o sea, países que con gran riqueza de recursos naturales no despegan, profundizando su atraso económico, la corrupción y la exclusión social. Es el caso de Nigeria y Guinea (petróleo) o de Sierra Leona (diamantes). Es un círculo vicioso, en el que la pobreza causa mal gobierno y el mal gobierno causa pobreza: una inercia terriblemente difícil de romper. Padecen la globalización de la pobreza, lo contrario del desarrollo y el progreso, o sea, la regresión y la primitivización.

Los informes del Worldwatch Institute nos dan cuenta anualmente de que el mundo está dividido entre una minoría que disfruta de alimentos abundantes, movilidad casi ilimitada, acceso a la tecnología de vanguardia y otras facilidades, y una mayoría con pocas oportunidades de superar las preocupaciones de la supervivencia diaria. También asistimos muchas veces a un intento de culpabilizar a las víctimas, incidiendo en la explotación que estos países realizan de sus tierras, bosques y recursos hídricos, cuando son los ricos los que más castigan al planeta con su estilo de vida contaminante, su consumo intensivo de materiales y su despilfarro obsceno.

No podemos dejar de señalar, además, que el imparable gasto militar agrava la pobreza, la desigualdad social y la degradación ambiental, ya que los fondos invertidos en armamento y fuerzas militares no pueden utilizarse para combatir esos males. La globalización está siendo de mercancías y capitales, pero no de conocimiento ni de personas: el sistema internacional de comercio castiga con subsidios agrícolas a los agricultores de países pobres, que no pueden competir en igualdad de condiciones con los superprotegidos productos de los países ricos.

Nos quieren hacer creer que esta situación de subdesarrollo no es un resultado de la concentración de riqueza y la acumulación de capital consustanciales con el modelo capitalista vigente (el único existente en la actualidad, salvo los pintorescos casos de Cuba y Corea del Norte), cuando sabemos que la necesidad de crecer constantemente mientras se pueda genera desequilibrios económicos, sociales y políticos, además de destrucción ambiental. El fundamentalismo financiero y el dogmatismo del crecimiento a cualquier precio van dejando víctimas en los eslabones más débiles, el medio ambiente y los países empobrecidos.

El consumismo hoy domina la mente y los corazones de millones de personas, sustituyendo a la religión, a la familia y a la política. El consumo compulsivo de bienes es la causa principal de la degradación ambiental. El cambio tecnológico nos permite producir más de lo que demandamos y ofertar más de lo que necesitamos. El consumo y el crecimiento económico sin fin es el paradigma de la nueva religión, donde el aumento del consumo es una forma de vida necesaria para mantener la actividad económica y el empleo. Adición consumista y fundamentalismo financiero son los dos pilares ideológicos que sostienen el tinglado de la farsa del sistema de producción y consumo imperante.

Clive Hamilton, en su revelador libro El Fetiche del Crecimiento, nos desvela el dilema al que debemos enfrentarnos: potenciar una sociedad materialmente rica e infeliz o iniciar el cambio hacia una más austera pero también más plena. Y aquí viene el corolario, porque una bioeconomía significaría, casi con certeza, un descenso de la tasa de crecimiento económico tal como se mide en la actualidad y con el tiempo una tasa negativa. Es empezar a diseñar una sociedad post-crecimiento. Asusta tener que renunciar a muchas seguridades y certezas, pero es la única fórmula de garantizar la perdurabilidad de los sistemas naturales y el disfrute de la calidad de vida.

Evidentemente no se trata de imponer la alternativa decreciente para todos, sino para los privilegiados, ese 20% de la población que explota el 80% de los recursos naturales del planeta. El otro 15-20% de desposeídos deberían crecer y desarrollarse, para lo cual la ayuda internacional, la asistencia tecnológica y la reposición de la deuda ecológica serían compromisos ineludibles. En el caso de los demás países, el compromiso de cambiar de modelo es claro para los llamados países emergentes (China, India, Brasil…), que están reproduciendo lo peor de nuestro desarrollo: tráfico motorizado creciente, urbanización incontrolada, explotación desmedida de combustibles fósiles, infraestructuras colosales, etc.

Downshifting

¿Qué sectores productivos y procesos deberían decrecer en nuestro país? Una muestra insuficiente, pero representativa: la construcción inmobiliaria, la fabricación de cemento, la fabricación y venta de automóviles, los armamentos, los campos de golf, los regadíos, las tarjetas de crédito, las autopistas, autovías, túneles y viaductos, el AVE, la generación de desechos, el consumo energético final, las grandes superficies comerciales, los viajes a larga distancia, los cruceros, los aparatos eléctricos y electrónicos de consumo, los cosméticos, la fabricación y consumo de ropa…

Los ingleses han llamado a este desafío downshifting, o sea, reducción de escala, ganar menos y consumir menos, compartiendo recursos. Es una utopía, sin duda, pero la única capaz de sacarnos del atolladero. La dificultad de ir contra corriente es máxima, porque la publicidad nos incita a consumir sin freno. Los gobiernos practican la esquizofrenia de exhortarnos a reducir, reutilizar y reciclar, pero no hacen nada para evitar que las industrias sigan aumentando, desechando y vertiendo todo lo que quieren. Un ejemplo descarnado de esta contradicción lo tenemos en los premios Príncipe de Asturias, que igual reconocen el papel de Al Gore contra el cambio climático, que recompensan a uno de los sectores de mayor responsabilidad en su agravamiento, el automovilístico, con el premio a Alonso y Schumacher.

La combinación del fetichismo del crecimiento, el consumo compulsivo y la explotación irreflexiva de la naturaleza, es la cara oculta de la globalización, nos advierte Hamilton. Frente a ello, consumir menos, trabajar menos y adoptar un ritmo más pausado, son la clave del bienestar. Si a esto le sumamos el compartir bienes y servicios, tenemos la clave de la equidad: “promover la calidad de la vida social e individual, en vez de rendirse a las demandas del mercado”.

Es muy necesario seguir profundizando en la fórmula para que la reducción del crecimiento (y no meramente la desaceleración) no arrastre inflación más paro, como nos advierte la teoría económica clásica. O incluso estanflación, inflación sin crecimiento y con recesión. ¿Cómo conseguir que sin incrementos del PIB alcancemos satisfacción de las necesidades básicas y felicidad para todos? Evidentemente, restringiendo los gastos innecesarios, armamentísticos en primer lugar, y socializando beneficios privados escandalosos (el beneficio empresarial creció en España un 38% en 2007).

Hoy es necesario un nuevo paradigma basado en la sostenibilidad, lo que supone satisfacer todas las necesidades básicas de todas las personas, y controlar el consumo antes de que éste nos controle. Entre las medidas más inmediatas hay que eliminar las subvenciones que perjudican el medio ambiente (un billón de dólares anuales que incentivan el consumo de agua, energía, plaguicidas, pescado, productos forestales y el uso del automóvil), realizar una profunda reforma ecológica de la fiscalidad, introducir criterios ecológicos y sociales en todas las compras de bienes y servicios de las administraciones públicas, nuevas normas y leyes encaminadas a promover la durabilidad, la reparación y la actualización de los productos en lugar de la obsolescencia programada, programas de etiquetado y promoción del consumo justo.

Y todo ello dentro de una estrategia de desmaterialización real de la economía, encaminada a satisfacer las necesidades sin socavar los pilares de nuestra existencia. Es la alternativa del Worldwatch Institute, a la que debemos añadir el decrecimiento económico en la línea apuntada, porque la mera eficiencia no nos sacará del atasco. Vivir bien con menos, según la fórmula de Jorge Riechmann. Y por delante de los intereses de empresas y gobiernos, “primero la gente”.

4 reglas para la sostenibilidad
Una genuina sostenibilidad será la que logre transformar la economía para que pueda sostenerse a largo plazo, cumpliendo cuatro preceptos:

  • Uso limitado de todos los recursos, a un ritmo que produzca niveles de residuos que el ecosistema pueda absorber.
  • Explotación de los recursos renovables en proporciones que no sobrepasen la capacidad del ecosistema de regenerar tales recursos.
  • Consumir los recursos no renovables en proporciones que no sobrepasen las tasas de desarrollo de recursos renovables sustitutivos.
  • Decrecimiento económico y equidad global, de manera que exista un equilibrio perdurable entre población, recursos y medio ambiente.

Daniel López Marijuán, Ecologistas en Acción de Andalucía. El Ecologista nº57. Este artículo es una versión ampliada del que se publicó en Andalucía Ecológica – Medio Ambiente, nº 100, abril 2008