• Arranca Fitur, la feria de turismo más importante del mundo. Cuenta con la participación activa de la Unión Europea para analizar el papel del turismo en el marco del Pacto Verde, dentro de los esfuerzos para implementar la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible, pero no aborda la problemática del turismo masivo en ciudades cada vez más desbordadas por este fenómeno.
  • Las campañas para atraer turismo a las ciudades posicionan sus barrios más emblemáticos como paraísos de ocio abiertos 24 horas, pero ocultan los problemas que genera la especialización de los centros urbanos para el turismo.
  • Los cascos históricos de las ciudades más visitadas soportan, en el caso de Barcelona, Palma de Mallorca o Madrid, más de 800 turistas por cada 1.000 habitantes, lo que supone una saturación difícil de soportar, y vende como real un escenario que no ha sido el que ha generado ese paisaje urbano.

La historia de las ciudades, su arquitectura, la vida en sus plazas y parques, el nombre de sus calles, sus museos, cafés o teatros cuentan una historia que el turismo globalizado arrasa sin compasión, provocando estupefacción e indignación en sus habitantes. Pudiera parecer que esta transformación llega como una evolución natural en la vida urbana pero no ha sido así. No es culpa solo del turismo que los centros urbanos se hayan vuelto extraños e inhabitables a sus protagonistas, también han acompañado cambios legislativos premeditados y la especulación inmobiliaria para el asalto definitivo a los espacios céntricos públicos y privados.

Decir que la turistización es la muerte de las ciudades es comprensible si se entiende la ciudad como un espacio densamente habitado donde confluyen actividades diversas de intercambio de servicios, comerciales y de ocio. La ciudad debe ser habitada. La saturación y el predominio del uso turístico/terciario sobre otros desconfigura la relación natural entre ellos porque elimina de la ecuación al actor más importante, la ciudadanía. Una ciudadanía a la que se cercena su derecho al descanso, a una vivienda digna o a un medio ambiente saludable en pos de una actividad cada vez más lucrativa para las grandes empresas turísticas o de inversión inmobiliaria, que generan más desigualdad y menos sostenibilidad ambiental.

Las personas que viven en los barrios céntricos turistizados que resisten realizan sus actividades cotidianas heroicamente en un ecosistema de ocio que deriva en conflictos sociales y brotes de turismofobia. La pasividad o negación de la administración para controlar o racionalizar la concesión de  licencias de actividades terciarias y, como consecuencia, su proliferación, termina finalmente con la inhabitación de estos barrios abriendo la puerta a el monocultivo turístico y las “amables plataformas colaborativas”, provocando más caos con el descontrolado asalto desprofesionalizado de estas empresas, la proliferación de dinero negro y el agravio comparativo para los actores tradicionales del turismo, como  taxis, hoteles o guías turísticas acreditadas, que ven como el intrusismo acaba con sus profesiones legalmente establecidas y fiscalizadas.

Los problemas ambientales de estas ciudades se generan por la especialización de los barrios, ya que los usos residenciales se desplazan a suburbios previamente reclasificados y urbanizados, incluso incurriendo en ilegalidades, donde se ha dado rienda suelta a la cultura el pelotazo en la década prodigiosa y donde no confluyen la complejidad de usos de la ciudad tradicional. El alza de los precios que supone la entrada de los especuladores-reformadores de los centros urbanos obliga a una conformación urbana no deseada ni deseable, impone inversiones públicas gigantescas en infraestructuras, aísla a los nuevos barrios y conduce a la ciudadanía a tediosos desplazamientos que a su vez provocan contaminación, problemas de salud y hace desaparecer la interacción social que caracteriza la vida de la ciudad.

Resulta perturbador que el turismo se haya convertido en un sinónimo de felicidad o plenitud ligado al consumo masivo global e indiferenciado de productos intrascendentes que se publicitan como liberadores.  La industria turística actual ha desvirtuado el comprensible y beneficioso deseo de conocimiento de otras culturas, arquitectura, gastronomía o arte, utilizando esa experiencia legítima como gancho, pero materializándose como un producto de usar y tirar asequible con enormes externalidades negativas sobre la vida social y ambiental.

Es probable que los cambios que han sufrido las ciudades más turísticas sean irreversibles, es muy difícil que las personas que abandonaron sus barrios céntricos regresen, que el patrimonio arquitectónico banalizado se ponga en valor o que los comercios tradicionales resuciten, pero las administraciones tendrán que poner la vida de ciudadanas y ciudadanos en el centro, que orientar sus ciudades como los laboratorios de sostenibilidad que pueden ser en el marco de emergencia climática en el que vivimos y que posicionen el turismo en el lugar que corresponde, organizando una oferta que no ponga en riesgo la compleja y eficiente vida de la ciudad tradicional.