Al comienzo del Libro Cuarto de La Política, que lleva por título Teoría general de la ciudad perfecta, Aristóteles alude a la codicia de los seres humanos, uno de sus temas favoritos, en los términos siguientes: “Se considera uno siempre con bastante virtud, por poca que tenga; pero tratándose de riqueza, fortuna, poder, reputación y todos los demás bienes de este género, no encontramos límites que ponerles, cualquiera que sea la cantidad en que los poseamos”.

Aristóteles, y la cultura griega en general, no se limitaron a criticar la codicia humana, sino que cantaron las excelencias de la moderación y el justo medio como vía para la búsqueda de la virtud y, a través de ésta, de la felicidad. Buda y otros pensadores orientales de la Antigüedad fueron más lejos, y predicaron la renuncia completa al deseo, y especialmente a cualquier afán de poseer bienes materiales, como camino hacia la perfección y hacia la superación del sufrimiento.

Un minoritario hilo dorado

Tanto en Oriente como en Occidente, el hilo dorado de la búsqueda de la felicidad a través de la autolimitación, ha atravesado todas las épocas y todas las culturas. Pero siempre ha sido una actitud minoritaria. El mismo Aristóteles ya se lamentaba de que “la gran mayoría de la sociedad vive para satisfacer sus apetitos”. Si ahora levantara la cabeza, vería lo lejos que el mundo ha ido de su ideal de la ciudad perfecta.

El ecologismo está al final de ese hilo dorado. Desde sus inicios, ha predicado la moderación no sólo como un principio ético, sino como una actitud práctica y de salvaguardia del destino colectivo. Sólo el autocontrol de los seres humanos en la explotación de la Naturaleza podría superar la incapacidad del planeta para satisfacer los deseos ilimitados de una especie que se ha reproducido de un modo explosivo, dominando técnicas que le permiten transformar cualquier elemento de la Naturaleza en riqueza, fortuna y poder.

Ahora, cuando el ecologismo ya ha cumplido holgadamente una generación, se puede concluir sin mucho riesgo de error que, de nuevo en esta ocasión, el mensaje de la moderación no ha tenido más éxito que el que alcanzó en los intentos que le precedieron a lo largo de la historia.

Sin cambios a mejor

En realidad, era ilusoria la idea de que la existencia de graves riesgos ecológicos determinaría necesariamente cambios en las conductas mayoritarias. Las grandes amenazas ecológicas (el cambio climático, la disrupción hormonal, la dispersión de organismos genéticamente modificados, etc.), están provocadas por poderosos intereses económicos, y para ellos la forma más provechosa de gestionarlas es ocultarlas utilizando los medios de comunicación de masas, especialmente si se cuenta con la colaboración de los gobiernos. Así se ha hecho.

El deterioro ecológico local, siempre más visible, va siendo asimilado por el cuerpo social como un “coste del progreso”. Se forma así un bucle de adaptación cultural que se retroalimenta mediáticamente y se legitima con el consumo, obteniendo la aquiescencia mayoritaria. La Naturaleza se va desvalorizando como objeto de interés social, mientras la atención mayoritaria se centra en otro tipo de objetos o de mitos sociales. Viviendo de espaldas a la Naturaleza, lo que le ocurra a ésta no es preocupante.

De este modo, las cosas se están poniendo muy feas en materia ambiental. Desde los años ochenta, o antes, se sabía que era imprescindible que los países desarrollados renunciaran al crecimiento cuantitativo y se dedicaran a perfeccionar sus estructuras sociales, dejando espacio ecológico para que otros países, que sí lo necesitaban, pudieran mejorar su bienestar material sin desbordar las capacidades de carga a escala global y local. Era también imprescindible que los países que tienen desde hace décadas sobrada riqueza material avanzaran hacia modelos distintos de organización social y económica que sirvieran de patrón para la evolución de otros países.

Nada de eso se ha logrado, sobre todo porque apenas se ha intentado. El norte desarrollado ha continuado su carrera obsesiva por el crecimiento cuantitativo, el desarrollo territorial y el despliegue infraestructural, cuando ya no había ninguna necesidad de hacerlo, e incluso cuando en muchos casos resultaba contraproducente.

Ahora ya es demasiado tarde. Johanesburgo, sólo diez años después de Río, dejó un regusto de escepticismo fácilmente perceptible. Nadie se creía nada, porque todo el mundo sabía que no sólo iba a continuar sin cambios el cinismo ecológico occidental, sino que el desarrollo económico de Asia estaba entrando en la fase exponencial, apoyado en los más insostenibles patrones occidentales. En una o dos décadas, la población mundial con modos de vida insostenibles se habrá multiplicado por cuatro o por cinco respecto a la que había a finales del siglo XX. Y ningún país o institución internacional está legitimado para cuestionar ese proceso.

Propaganda para cambiar la percepción

El deterioro ambiental global y local es ahora galopante, y sólo se puede combatir con mucha propaganda. Puesto que el impacto ambiental es una construcción social, se puede combatir corrigiendo el problema que lo causa, o bien modificando la percepción social del mismo. La primera solución puede afectar al crecimiento económico, esto es, a los procesos de acumulación de riqueza, fortuna y poder. La segunda no sólo no afecta, sino que puede ayudar a esos procesos de acumulación. No hay duda de que millones de decisiones económicas de todos los alcances seguirán actuando en consecuencia día a día. No hace falta una malvada dirección central. La cultura social de la acumulación material y la desvalorización de la Naturaleza es mucho más eficiente.

Los Estados jugarán un papel clave en la gestión del desplome ecológico del siglo XXI. Tienen que ser Estados Ecológicos, esto es, tienen que hacer creer a la población que existe una política ambiental, que es prioritaria, que se está aplicando, y que está funcionando. El Estado Ecológico será la nueva imagen de la ciudad perfecta. Se está construyendo sobre conceptos tales como la desmaterialización de la economía o la disociación del crecimiento económico y el transporte, esto es, sobre los nuevos cuentos de la corriente académica principal de la economía, una vez comienza a agotarse la cuerda del desarrollo sostenible.

La propuesta de Lovelock en defensa de la energía nuclear encaja perfectamente en el nuevo Estado Ecológico, y es un buen indicador de la situación límite a la que se está llegando. Un anciano de 85 años, abrumado por lo que está viendo desde una posición de información privilegiada, lanza una propuesta tan desesperada como inoperante. La energía nuclear no parará el efecto invernadero, entre otras cosas porque su ciclo de vida completo emite cantidades ingentes de CO2, porque sólo puede sustituir a una pequeña parte de los combustibles fósiles, y porque más energía generaría más crecimiento y más transporte, esto es, más efecto invernadero. Nadie parará el cambio climático, porque las emisiones no se van a frenar de modo sustancial. Hay que cruzar los dedos para que no veamos un colapso climático, sino un cambio más o menos gradual. Con la propuesta de Lovelock simplemente habría dos problemas enormes en vez de uno: el efecto invernadero y la energía nuclear. Es una lástima que, al final de su vida, Lovelock haya perdido la serenidad.

La crisis ecológica, parafraseando a Lorca, hay que mirarla cara a cara. Sin duda alguna, el planeta acabará siendo desarrollado por completo, y todos los recursos valorizables en forma de riqueza, fortuna y poder acabarán siendo monetarizados y finalmente destruidos. Para verlo, es sólo cuestión de esperar el tiempo suficiente. Pero precisamente porque ésa es la situación real, el trabajo y la determinación de la minoría que mantiene el hilo dorado es ahora más importante que nunca.

Para los seres humanos, el tiempo es literalmente el factor vital. Por eso, en la cuestión ambiental, el factor tiempo, esto es, el ritmo del deterioro ecológico, es crucial. Rebajando ese ritmo es posible evitar que se destruyan ciertas cosas mientras uno vive, evitando el dolor que conlleva presenciarlo. Y además, ganando tiempo se facilita a la gente una adaptación menos traumática al deterioro de su entorno. Se reduce, en suma, el estrés y el dolor ecológico colectivo.

El deterioro ecológico no se puede frenar sin limitar el crecimiento cuantitativo en los países sobredesarrollados. Esta tesis, nada nueva, sigue siendo incontestable, más allá de la propaganda desarrollista en la que siguen ancladas las instituciones. El verdadero freno al crecimiento sólo se consigue actuando sobre las perspectivas de rentabilidad de los grandes capitales nacionales o globales. Esto es, obstaculizando sus oportunidades de inversión, dificultando su reproducción, y desanimando a sus gestores y a sus propietarios, para que el dinero se mueva lo menos posible. El Estado Ecológico tratará de impedirlo, pero esperemos que sólo lo consiga en parte. Mucha gente seguirá estirando, palmo a palmo, el hilo dorado.

Antonio Estevan. El Ecologista nº 41