Aún no han pasado dos años desde que trabajadores del Parque Nacional de La Caldera de Taburiente colocaran una pequeña portada en una repisa de medio metro de ancho por la que se accede al barranco de Jenebuque. Una pequeña inversión que, sin embargo, garantiza un cierre perimetral de un área nada desdeñable del parque. Lo inaccesible de la orografía circundante permite que esto sea posible.

El propósito de este cierre es experimentar la evolución de la flora de la Caldera de Taburiente sin la presión herbívora del arruí y los resultados no se han hecho esperar, pese a que las condiciones pluviométricas no han ayudado. En menos de dos años Jenebuque ha recuperado en gran medida una cobertura vegetal y una biodiversidad que es ya muy difícil encontrar en el Parque. El contraste de Jenebuque con los barrancos y lomos cercanos donde sí acceden los arruís es tan evidente que se hace inevitable la pregunta ¿Qué parque nacional y, por extensión, qué isla queremos tener?

El arruí, una cabra salvaje del noroeste africano, fue introducido en La Palma en 1972 con el objetivo de potenciar la caza mayor por iniciativa del Instituto para la Conservación de la Naturaleza (ICONA), paradójicamente el mismo organismo que entonces gestionaba los Parques Nacionales españoles. Eran otros tiempos donde en la gestión de la naturaleza predominaban las políticas productivistas sobre las conservacionistas. A lo largo de los años esta especie se ha expandido por la isla y ha propiciado una afición cinegética minoritaria. El capítulo de beneficios directamente imputables al arruí empieza y acaba en lo entretenido que para algunos puede resultar cazarlo, pero también podemos sumar los beneficios indirectos como las tasas por la licencia de caza mayor que recauda el Cabildo Insular o las breves estancias de cazadores de fuera de la isla.

El capítulo de perjuicios es mucho mayor y su efecto es general en toda la sociedad. El primero es el daño al medio ambiente, como se ha cansado de alertar la comunidad científica, que propugna la erradicación del arruí de la isla. Una isla con unos valores naturales, especialmente los botánicos, que la hacen merecedora de la protección de la mitad de su superficie, no puede permitirse la tenencia caprichosa de una especie herbívora exótica que no hace ascos a la flora endémica en peligro de extinción. No puede permitirse el deterioro de la cubierta vegetal de un terreno frágil e inclinado que queda expuesto a los fenómenos erosivos.

Un segundo perjuicio, directamente relacionado con el anterior, es el que afecta a la capacidad de infiltración del agua de las lluvias en los acuíferos y al aprovechamiento de las escorrentías. Sin la cobertura vegetal, la infiltración se ve muy mermada, y el agua de escorrentía es menos aprovechable porque llega a los tomaderos de forma torrencial y muy contaminada por los áridos erosionados. Los importantes perjuicios, que han sido reiteradamente expuestos por las Haciendas de Argual y Tazacorte en el Patronato de La Caldera de Taburiente, afectan a la disponibilidad de agua para la agricultura y, por lo tanto, a su precio.

En la última década también se han hecho patentes los crecientes daños en la agricultura de medianías. Si antes se mantenían en las cumbres de la isla, la expansión de la población de arruís hace que manadas de estos animales se aventuren a buscar alimento a cotas inferiores ya en zonas cultivadas. Por último, señalar el peligro por desprendimientos relacionados con la acción erosiva causada directa o indirectamente por el arruí y que ya han ocasionado más de un susto a senderistas, por suerte sin consecuencias.

Desde hace muchos años el Parque Nacional destina parte de su presupuesto a combatir los daños del arruí bien por métodos pasivos, con la colocación de barreras y cercados que protegen parcelas de flora amenazada, o por métodos activos, abatiendo ejemplares de arruí en el interior de La Caldera y hostigando a las manadas para que salgan del perímetro del parque nacional. Esta labor de control que el Parque ha venido realizando hasta hace poco de forma solitaria, ha sido saboteada por algunos cazadores, y hasta ha habido amenazas sobre la persona del director conservador. Recientemente el Cabildo Insular, que ha ido tomando poco a poco conciencia de la problemática, se está sumando al control de la población de arruí fuera de la Caldera de Taburiente con apoyo del Gobierno de Canarias. Esta acción también ha tenido la reacción furibunda de algunos cazadores que han realizado atentados ecológicos y realizado pintadas amenazantes.

Con toda seguridad los actos vandálicos y las amenazas no son muestras representativas del talante del colectivo de cazadores. Pero tras muchos años de consentimiento por parte del Cabildo Insular, administración gestora de los espacios naturales y también de la caza, los cazadores de caza mayor ven por primera vez amenazado el mantenimiento de su afición a medio plazo, y sin duda la defenderán con mayor o menor vehemencia. Toca a las administraciones, a la comunidad científica y a toda la sociedad una paciente y constante labor pedagógica para que los aficionados a la caza del arruí tomen conciencia de que, frente al disfrute de cazar a un animal, nos estamos jugando cosas mucho más trascendentes de las que depende la calidad de vida y la economía de ésta y las futuras generaciones. Están en su derecho de no querer ser parte de la solución, pero, siendo el objetivo final la erradicación del arruí de La Palma, mientras haya arruís bien podrían colaborar en lograr ese objetivo al tiempo que disfrutar de la caza.

Ejemplar de Bencomia estipulata, endemismo en peligro de extinción, dañado por arruís. Foto de Ángel Palomares Martínez.

Ejemplar de Bencomia estipulata, endemismo en peligro de extinción, dañado por arruís. Foto de Ángel Palomares Martínez.