Cultura ecológica de la lentitud versus cultura capitalista de la rapidez

Extractado por Mariola Olcina [1] a partir de un texto de Jorge Riechmann [2]

La sustentabilidad puede pensarse como una nueva relación con el tiempo. Así, resulta necesario reconstruir las sociedades industriales de forma que éstas aprendan a tener en cuenta el largo plazo, organizar sobre bases nuevas las relaciones intergeneracionales, acomodarse de manera racional a los ciclos temporales de la biosfera, e interiorizar la mortalidad y la finitud.

El tiempo es una dimensión tan básica de la existencia humana, de la vida de la biosfera y del devenir del cosmos, que resultaría sorprendente que no afectara y se viera afectado por la crisis ecológica global. El debate alrededor del desarrollo sostenible, el reciclado de materiales, las energías renovables o la reducción del tiempo de trabajo no son sino el cuestionamiento sobre nuestra relación con el tiempo. De esta manera, aspectos sobresalientes de la crisis ecológica han de verse como desajustes temporales. La cuestión está, según resalta Leonardo Boff, en si habrá tiempo para que el hombre aprenda a utilizar su capacidad de decisión para demostrar amor a la vida, a la Tierra. Se trata de afrontar el desafío o zambullirse en la autodestrucción.

Una enfermedad cultural

En nuestra cultura, entre la Antigüedad grecorromana y el mundo judeocristiano, la concepción de tiempo evolucionó de cíclico a lineal. Más tarde, entre la Edad Media y la Edad Moderna, pasamos del tiempo flexible, marcado por los ciclos naturales, al tiempo de reloj. Decía Lewis Mumford que “el reloj, no la máquina de vapor, es la máquina clave de la moderna edad industrial”. Es entonces cuando el tiempo empieza a concebirse como una magnitud abstracta con existencia propia. De esta manera, según cronobiólogos y médicos del trabajo, de no conjugarse acertadamente el tiempo circular de los astros con el tiempo lineal de la historia, de contrariar en exceso los biorritmos naturales de nuestro organismo, las consecuencias pueden ser muy negativas.

El culto a la velocidad, la aceleración de los ritmos, la dilatación de los trayectos que se recorren cada día en las aglomeraciones urbanas o la compartimentación de la vida cotidiana, se producen por la falta de tiempo que se ha convertido, en el brave new world capitalista, en algo así como una enfermedad cultural. Sin embargo, la democracia tiene otra dimensión temporal: lleva tiempo, mucho tiempo. El tiempo necesario para el contraste de pareceres, el uso público de la razón, el debate libre, la formación de consensos, la revisión de las decisiones, la exigencia de responsabilidades: la calidad de estos procesos es incompatible con la prisa. De ahí el antagonismo profundo entre capitalismo, con su aceleración constante, y democracia.

El problema está en que, según sugería Henri Lefebvre, el ciudadano se ha degradado en mero consumidor. Si las cuestiones de la ciudadanía y la responsabilidad son pensadas en su dimensión temporal, y evocando la definición orteguiana de la nación como “proyecto sugestivo de vida en común”, es evidente que tal proyecto sólo puede concebirse en el tiempo como duración. Por tanto, el ciudadano reflexiona sobre las experiencias pasadas y evalúa las previsibles consecuencias de las opciones sociales. Mientras que el consumidor se desparrama en la búsqueda de las satisfacciones inmediatas relegando la dimensión temporal a la sucesión de momentos inconexos sin sentido. Es decir, sólo somos capaces de dar sentido a nuestros actos mediante su inserción en contextos de acción que se despliegan a lo largo del tiempo. Las crisis en nuestra relación con el tiempo son crisis de sentido.

El desgobierno de los tiempos

La incapacidad de las sociedades industriales para organizar las temporalidades que afectan a los seres humanos, y para tener en cuenta el largo plazo, se refiere a cuatro temporalidades distintas. En primer lugar, afecta al tiempo del cuerpo: los biorritmos ajustados a la luz a través del reloj interior. En segundo lugar, perturba las estaciones, los ritmos de los animales migratorios, etc., es decir, el tiempo de la naturaleza. Hay que tener en cuenta además el tiempo de la vida social. Y por último, el tiempo del sistema industrial y financiero que, mediante la mecanización de las actividades productivas, impone el tiempo lineal y homogéneo a toda la sociedad.

En los últimos decenios esto culmina con la aparición de un “tiempo global” en el que un gran flujo informático destruye los espacios y anula las distancias temporales con una inaudita aceleración del tiempo [3]. Así pues, los tiempos largos de la biosfera chocan contra este tiempo global de los mercados financieros, el ciberespacio y las telecomunicaciones y están subordinados a la lógica del beneficio a corto plazo, incapaz de tomar en consideración el porvenir.

Hicieron falta trescientos millones de años para capturar el carbono atmosférico en los combustibles fósiles. Hoy, las sociedades industriales apenas están empleando trescientos años para devolverlo a la atmósfera quemando esos combustibles. Se trata de un proceso un millón de veces más rápido. Este forzamiento brutal de los tiempos de la biosfera desemboca en el mayor problema ecológico que estamos causando los seres humanos, junto con el cambio climático: la hecatombe de biodiversidad. Las consecuencias son inimaginables, pues la biodiversidad es el “seguro de vida” de la vida: una elevada diversidad biológica permite a los ecosistemas adaptarse a los cambios. Pero si continúan las actuales tasas de extinción, a mediados del siglo XXI podrían desaparecer entre uno y dos tercios de todas las especies vivas del planeta [4].

Estamos agotando el tiempo

Causa angustia la escasez de tiempo para reaccionar adecuadamente a las consecuencias de nuestros propios actos. Peter Kafka ha sugerido que la crisis ecológica es sobre todo un asunto de velocidad y globalización. Un sistema se vuelve insostenible si se acelera demasiado y no tiene tiempo de seleccionar las adaptaciones más viables. Lo mismo ocurre si se globaliza demasiado, es decir, se vuelve incapaz de fracasar en algunas de sus partes sobreviviendo en otras [5]. Así por ejemplo, no hay proporción entre la velocidad con que introducimos en la biosfera organismos transgénicos y la velocidad con la que evaluamos los posibles daños en la salud y el medio ambiente. Según el exdirector de la Agencia Europea de Medio Ambiente, Domingo Jiménez Beltrán, para el 75% de las 100.000 sustancias químicas que se comercializan en la Unión Europea apenas se cuenta con datos sobre su toxicidad.

Con algunas excepciones ocasionales, la velocidad no es un valor en sí mismo: si la perseguimos es con carácter instrumental. Ganar tiempo en el transporte o ser más productivos en el trabajo permitirá disfrutar de más tiempo para la vida. La obsesión por la productividad es una obsesión por el tiempo: más producto en menos tiempo, y con menos trabajo humano. Pero tantísimos esfuerzos para ganar tiempo no han dado como resultado una reducción del que destinamos al transporte, sino que se han traducido en un aumento de las distancias por recorrer, aumentando el tiempo que empleamos en el transporte.

Por otra parte, parece claro que la obsesión por el “más deprisa todavía” es uno de los factores que más inciden en la devastación ecológica. La máxima eficiencia energética de los automóviles se encuentra a la velocidad moderada de 80-90 km/h. A partir de esa velocidad, los motores consumen cantidades crecientes de combustible con rendimientos decreciente, hasta el punto de que bajar de 120 km/h a 90 km/h supone un ahorro del 25% en el consumo de combustible [6].

Todo hace pensar que el impacto ambiental crece desproporcionadamente cuando intentamos apurar los últimos minutos, con una relación exponencial. Aparecen diversas leyes de rendimientos decrecientes, y cabe conjeturar que algo semejante sucede con el tiempo. Así, en un trayecto ferroviario la diferencia entre el AVE y el ferrocarril convencional, en un viaje de un par de horas, puede ser de sólo 15 minutos: pero ese cuarto de hora que gana el AVE multiplica la destrucción.

Pero si nos atuviéramos a las leyes anticontaminación, dicen los industriales, la producción se detendría. Si los requisitos de seguridad para liberar en el medio ambiente organismos transgénicos se respetasen, dicen los ingenieros genéticos, habría demasiadas trabas para el crecimiento del mercado de los productos recombinantes. Si no murieran algunos obreros, dicen los constructores, las obras no se acabarían a tiempo. De acuerdo con el discurso dominante, no podemos permitirnos una economía ecológica. No podemos permitirnos una producción agropecuaria sostenible. No podemos permitirnos un sistema energético amigo de la Tierra. No podemos permitirnos no destruir, no contaminar, no devastar. No podemos permitirnos tiempo para la vida…

Hacia una cultura ecológica de la lentitud

Si pensamos que sí podríamos permitírnoslo, que sí tememos tiempo para la vida, entonces hay que abordar un campo de problemas que podríamos caracterizar como cultura ecológica de la lentitud versus cultura capitalista de la rapidez. La instantaneidad del usar y tirar se opone frontalmente a la duración y la perdurabilidad que caracterizan a una sociedad ecológicamente sustentable. La sugestiva metáfora del jardín de los objetos que aventura Ezio Manzini (considerar nuestros artefactos no como máquinas, sino como las plantas de nuestro propio jardín, bellas y útiles a la vez, con las que mantenemos no una relación funcional guiada por el principio del mínimo esfuerzo, sino una relación de cuidado) sólo puede pensarse en tiempos dilatados, despaciosos: los que hacen falta para cultivar un jardín, para entablar relaciones personales con los seres vivos o incluso con los objetos inanimados.

Volvamos a considerar la dimensión tiempo lineal/tiempo cíclico. El primero es el de la modernidad industrial, mientras que el cíclico es el que, al menos parcialmente, deberá regir el desarrollo de una sociedad ecológicamente sustentable. Si caracterizamos la Revolución Industrial en términos de tiempo, habría que atender no sólo a la aceleración, sino también a la independización del tiempo cíclico de la naturaleza (por ejemplo, el trabajo industrial ritmado por las exigencias productivas del capital o pasar de los productos agrícolas de temporada al cultivo en invernaderos, etc.). En este sentido, el filósofo Julios T. Fraser ha propuesto definir el tiempo de la modernidad técnica mediante el fenómeno del engrisecimiento del calendario [7], dado que borra las distinciones entre día y noche, días laborables y festivos, estaciones cálidas y frías…

No hay manera de “hacer las paces con el planeta” sin revertir ambas tendencias: reintegrar los sistemas socioeconómicos humanos dentro de la “economía de la biosfera” exige tanto readaptarnos a los ciclos de la naturaleza como levantar el pie del acelerador. Así pues, ecologizar la economía quiere decir básicamente dos cosas: “cerrar los ciclos” y emplear energías renovables. Aprovecharlas exige tanto disponer de adecuadas tecnologías de concentración, como organizar el tiempo industrial y social de otra forma menos apresurada y ávida. Vivir cíclicamente incluye el respeto de un calendario que conserve todos sus colores, en lugar de derivar hacia una grisalla uniforme, y vivir más despacio.

Necesitamos tiempo para poner en práctica el principio de precaución: tiempo para pensar en lo que hacemos y evaluar posibles consecuencias de nuestros actos. Tiempo para evaluar los riesgos. El desfase entre los avances tecnocientíficos y la evolución de la sociedad se agranda. Una tecnociencia fetichizada, pasa a percibirse como el auténtico sujeto de la historia, mientras que los seres humanos rebajados a objetos impotentes, sufren el impacto de procesos que no controlan. Sin una ralentización del desarrollo tecnológico, parece imposible que comunidades democráticas y reflexivas puedan reinsertar la tecnociencia dentro de un orden social propiamente humano.

Necesitamos tiempo para el conocimiento y la praxis humana. Tiempo para perfeccionar las teorías de disciplinas como la psicología social, la ecología o la teoría general de sistemas, para un mínimo gobierno del devenir humano, y sobre todo tiempo para cribar los datos esenciales de entre la ciclópea ganga de informaciones que acumulamos sin llegar a asimilarlas. De ahí se constata la íntima vinculación de la cuestión democrática con el tiempo.

Esta vinculación también se demuestra al definir el poder en términos de control sobre el tiempo ajeno. Como decía David Anisi en su libro Creadores de escasez, “el día tiene veinticuatro horas para todos […] Sólo con el ejercicio del poder, al apropiarnos del tiempo de los demás, podemos acrecentarlo”. El “capitalismo cultural” desarrolla una elaborada estrategia para secuestrar el tiempo de la gente, lucha por ocupar el máximo tiempo posible de conciencia de cada individuo con contenidos prefabricados. En el año 2000, los españoles dedicaron un promedio de tres horas y media al día a ver televisión [8].

De manera que la lucha por la reconquista del tiempo secuestrado, es un combate cultural y político por convertir el “tiempo libre” de la industria del ocio en verdadero tiempo liberado. Recuperar el tiempo para ser humanos. La poesía es una de las actividades humanas donde más a fondo se han interrogado los hombres sobre el tiempo y sobre sus tiempos. La frecuentación de la poesía podría entonces introducirnos en temporalidades diferentes y proporcionarnos recursos para ese combate político-cultural. Las dos ideas del “instante eterno” y del “tiempo circular”, a las que parecen tan proclives los poetas, podrían traducirse como: vencemos al tiempo devorador incrementando nuestra participación en actividades autotélicas. Aquellas cuya finalidad está autocontenida, que no son apreciadas instrumentalmente sino valiosas en sí mismas, y que por tanto proporcionan satisfacciones intrínsecas. Por ejemplo, el disfrute sensorial, emocional e intelectual de una buena comida en grata compañía y con sobremesa inteligente. Estas actividades son una de las principales fuentes de sentido para la existencia humana y el capitalismo tiene que impedir, a toda costa, la pregunta por los fines humanos para que siga girando la rueda de la acumulación de capital.

¿Hacia un nuevo capitalismo desmaterializado?

Para escapar al atolladero ecológico que causa la dinámica expansiva del capitalismo al operar dentro de una biosfera finita, la única vía de salida que el defensor de un “ecocapitalismo” puede señalar es la idea de vender servicios en lugar de productos.

Pero tal estrategia topa con el factor limitante de, ya no el “espacio ecológico” finito, sino el limitado tiempo vital de cada uno. Los productos pueden acumularse y el dinero también, en cambio, el consumo de servicios no puede dilatarse en el tiempo, sino que sucede en “tiempo real”, y así el beneficio capitalista topa con el límite infranqueable de las 24 horas que tiene el día. Pero además, topa con otro límite si tenemos en cuenta el tipo concreto de capitalismo emergente de la reestructuración de los años setenta-ochenta, con la creciente cantidad de poder político-económico concentrado en el puñado de empresas transnacionales. Las economías de un “ecocapitalismo utópico” tenderían a ser economías con mercados locales y con menos libertad para el gran capital.

Una nueva cultura de la sustentabilidad exige una nueva cultura del tiempo

Los primeros relojes mecánicos –en el siglo XIII– sólo tenían la manecilla de las horas. La de los minutos se añade en el siglo XVI, y la de los segundos en el XVIII, en paralelo con el desarrollo del capitalismo industrial. Desde que aparece la medición exacta del tiempo, se convierte en algo que se puede comprar y vender: el tiempo puede ser mercantilizado.

La idea de sustentabilidad tiene una relación estrecha con el tiempo: por su proyección de futuro (tener en cuenta, en el presente, las necesidades de las criaturas del porvenir) y porque incluye magnitudes temporales en los criterios operativos de sustentabilidad, como la velocidad de reposición de los recursos naturales renovables. Es decir, “internaliza las externalidades” ecológicas para anudar un lazo más sano entre pasado, presente y futuro. Repensar las nociones de temporalidad implícitas en las ideas convencionales de “progreso” y “desarrollo”, para desplazarnos desde una dimensión temporal infinita a una finita. La economía convencional ni siquiera considera cómo podría acabar la economía, pero la noción de sustentabilidad encierra en sí misma la posibilidad del final.

Así pues, la sustentabilidad puede pensarse como una nueva relación con el tiempo, reconstruyendo las sociedades industriales de forma que éstas aprendan a tener en cuenta el largo plazo, organizar sobre bases nuevas las relaciones intergeneracionales, acomodarse de manera racional a los ciclos temporales de la biosfera, e interiorizar la mortalidad y la finitud. Éste es acaso el desafío mayor al que hacemos frente en nuestro tiempo.

Notas

[1] Mariola Olcina es miembro de Periodistas en Acción.

[2] Extracto del capítulo “Tiempo para la vida. La crisis ecológica en su dimensión temporal”: incluido en el libro de Jorge Riechmann: Gente que no quiere viajar a Marte. Ensayos sobre ecología, ética y autolimitación. Catarata, Madrid, 2004. pág. 195-227.
Jorge Riechmann es poeta, traductor, ensayista y profesor de filosofía moral en la Universidad Autónoma de Madrid.

[3] Pietro Barcellona, Posmodernidad y comunidad. El regreso de la vinculación social, Trotta, Madrid 1992, p.23.

[4] Sarah Porter: “La biodiversidad en peligro”, WorldWatch 10 (edición española), Madrid 2000, p.7.

[5] Ernest García: “Nota sobre desarrollo sustentable y propósito consciente”, Ecología Política 10 (1995), p.53 – 54.

[6] Según datos del antiguo Ministerio de Industria y Energía español.

[7] Julios T. Fraser, Time, the Familiar Stranger, Amherst (Mass.) 1978, p.313.

[8] Encuesta Sofres en la revista especializada Noticias de la comunicación, enero de 2001.