Ignorados por el mundo que se llama a sí mismo ‘desarrollado', como si fueran reliquias humanas abocadas antes o después a la desaparición, los pueblos indígenas son obligados a contemplar una y otra vez la destrucción de sus tierras y el expolio de sus recursos.

Diana de Horna Cicka, Presidenta de Survival (España). El Ecologista nº 62

“La selva no se vende. La selva se defiende”. Fue el grito que miles de indígenas hicieron resonar en Bagua, una pequeña ciudad de la Amazonia peruana, el pasado 5 de junio. Poco después, la policía cargaba con dureza contra quienes se manifestaban pacíficamente para reclamar al Gobierno de Alan García la derogación de las “leyes de la selva”: los decretos legislativos 1.090 y 1.064, que abren la región amazónica a la explotación a manos de compañías privadas.

En algunos lugares del planeta, como en Bagua, el concepto occidental de desarrollo nos muestra sus fisuras sin tapujos, grietas inmensas que atraviesan un paisaje aparentemente uniforme. Desde el fondo de ese abismo oscuro y desconocido surgen voces, a veces gritos, que intentan hacerse oír… son los olvidados, los excluidos, los ciudadanos de segunda, los pueblos indígenas, invisibles para un mundo que vive a espaldas de ellos.

Durante dos meses, entre abril y junio, varias comunidades indígenas amazónicas, coordinadas por la asociación AIDESEP, habían levantado bloqueos en carreteras y ríos para reclamar el respeto de sus derechos: el derecho a la tierra, así como la creación de nuevas áreas protegidas para los indígenas no contactados que aún habitan esta región. Por toda respuesta, el Gobierno los calificó de salvajes y envió soldados y policías, que dispararon y lanzaron gases lacrimógenos contra los manifestantes. No hay acuerdo en el número de muertos, ya que frente a los datos oficiales (23 policías, 5 civiles y 5 indígenas muertos), el alcalde de Bagua ha denunciado que entre los indígenas habría aún hasta 60 desaparecidos. Aunque la Defensoría del Pueblo concluía que no hubo desapariciones, AIDESEP denuncia que sólo un 22% de las comunidades afectadas fueron visitadas.

Ignorados por el mundo que se llama a sí mismo desarrollado, como si fueran reliquias humanas abocadas antes o después a la desaparición, los pueblos indígenas son obligados a contemplar una y otra vez la destrucción de sus tierras y el expolio de sus recursos, un triste espectáculo que aplauden con entusiasmo gobiernos, multinacionales e instituciones financieras. Cualquier crítica, cualquier oposición, cualquier grito desesperado son silenciados con brutalidad en aras del interés nacional, un término vago que pasa por alto que los indígenas son también parte de la nación.

300 awá

Los Decretos 1.090 y 1.064 han sido finalmente derogados por el Congreso de Perú. Las muertes no serán en vano. Pero en la prensa, una noticia vuelve a sacudir hasta esa pequeña certeza: la petrolera anglofrancesa Perenco, que opera en la Amazonia peruana, ha declarado que en la zona no existen pueblos indígenas no contactados. Se basa en un informe, elaborado por su consultora, del que se habrían suprimido las pruebas que revelan la existencia de pequeñas comunidades, tal como ha denunciado uno de los principales autores del informe. El cerco contra los indígenas se sigue cerrando, en Perú como en Brasil, donde los últimos indígenas nómadas huyen de las excavadoras que arrasan la selva sin contemplaciones: son los awá, quienes después de haber sido masacrados por los colonos que invadían sus tierras, tratan de sobrevivir en una huida permanente.

En lo más profundo de la selva, en el estado de Maranhão, estos pequeños grupos de cazadores-recolectores se refugian de una muerte casi segura, que otros awá ya han conocido: cuando en los años setenta el Banco Mundial y la Unión Europea financiaron la construcción de una mina y un ferrocarril que cruzaría la región, la llegada de colonos trajo consigo la muerte de más de dos tercios de los awá, muchos de ellos en matanzas organizadas para las que se contrataban pistoleros a sueldo.

De los 300 awá que viven hoy, unos 60 no han tenido nunca contacto con no-indígenas, y lo evitan a toda costa. El riesgo de que sean exterminados por enfermedades introducidas o por algún enfrentamiento violento con quienes entran ilegalmente en su territorio es altísimo. Aunque el gobierno ha reconocido sus tierras oficialmente como reserva indígena, la protección es insuficiente y no es obstáculo para la entrada de madereros que, armados, limpian la selva de árboles… y de indios.

Desde su misma fundación, los estados coloniales del continente americano pusieron en práctica una política de exterminio de las poblaciones indígenas que habitaban aquel territorio. Los descendientes de quienes sobrevivieron deben enfrentarse hoy a una guerra que se libra en butacas y despachos, en estrados y cámaras, lugares lejanos que pertenecen a un mundo desconocido y hostil, donde en lenguas incomprensibles se hace saber a los indígenas, igual que antaño mediante el famoso “Requerimiento”, que de no acatar el poder que se les impone, y tal como proclamaban ya los conquistadores en el siglo XVI: “os tomaré vuestros bienes, os haré todos los males y daños que pudiere”.

La Historia de los pueblos indígenas no aparece en los libros de texto. Se enseña, aún hoy, que la Historia de América, igual que la de África y Oceanía, comienza con la llegada de los europeos. Sin embargo, sin ellos, y sin todo lo que de ellos pervive en nosotros, nuestra Historia no sería la que es: no habría chocolate, ni patatas, ni aspirina, y quién sabe, sin el oro del Perú y de México, qué rumbo tan diferente habría tomado la Historia de toda Europa. ¿A cuántos pueblos, con sus lenguas, su tecnología, sus redes comerciales y su cultura haremos caer para siempre al fondo de la sima, de donde ya no se les podrá rescatar jamás?

Talas en Sarawak

En 1987, los indígenas penan de Sarawak, la parte malasia de Borneo, levantaron el primer bloqueo para impedir el acceso de las madereras y compañías extractoras de aceite de palma a su territorio. A pesar de los arrestos y del acoso policial, hoy siguen luchando para evitar que se arrase la selva en la que se sustenta toda su existencia. Para proteger su tierra, el Gobierno les exigía, hasta hace pocos meses, que demostrasen que han practicado la agricultura en ella durante años. Pero los penan no son agricultores, sino recolectores que complementan su dieta con la caza, y lo único que pueden demostrar es que, sin sus bosques, les es imposible seguir viviendo.

En Asia, el desarrollo se abre paso a empellones, como si quisiera compensar su llegada tardía, atropellando en esta carrera frenética a cualquiera que esté en su camino. Los indígenas se encuentran así, casi de un día para otro, con amenazas derivadas de un modelo de sociedad que no pueden llegar a vislumbrar ni mucho menos a comprender: turismo, minería a cielo abierto, construcción de carreteras, deforestación masiva, contaminación… los supuestos beneficios del progreso viajan siempre con billete de ida y vuelta, y los perjuicios, los indígenas saben bien dónde se quedan.

La tala, que en Sarawak se desarrolla a uno de los ritmos más rápidos del mundo, convierte la selva en un páramo del que huyen los animales, y provoca la contaminación de los ríos, donde se hace cada vez más difícil pescar. Muchos indígenas han tenido que desplazarse a las poblaciones cercanas, donde viven en la pobreza más honda. Por si fuera poco, los penan han de enfrentarse además con los trabajadores de las madereras, que han empezado a acosar y violar a mujeres y niñas indígenas sin que las autoridades, a pesar de haber llevado a cabo una investigación al respecto, tomen medidas para evitarlo.

El Tribunal Federal de Malasia dictaminó el pasado mes de mayo que los pueblos indígenas de Sarawak poseen derechos sobre la tierra, ya la usen para cultivar o para cazar y recolectar. Esto dio nuevas esperanzas a los penan. Hasta el momento, sin embargo, el gobierno no ha dado ningún paso para reconocer esta sentencia y hacerla efectiva.

Desplazados en Bangladesh

Algunos gobiernos muestran una premura casi febril por instaurar un desarrollismo basado en la apropiación y uso intensivo de los recursos, que contrasta con su renuencia a la hora de permitir a la Justicia llevar a buen término ciertas resoluciones. El tiempo, saben, desempeña un papel clave en estas lidias: para los indígenas, especialmente para las tribus más pequeñas, tan sólo unos meses pueden suponer la diferencia entre la vida y la extinción.

Ranglai Mro pasó casi dos años encarcelado. Cuando se le arrestó, en febrero de 2007, fue condenado a 17 años de cárcel por posesión de un arma de fuego. Se cree que esta acusación fue un montaje en represalia por la participación de Ranglai en protestas contra la expulsión de su pueblo, los mro, de sus tierras ancestrales. En el tiempo que pasó en prisión, Ranglai fue torturado hasta el punto de que sufrió un ataque cardíaco, lo que ha llevado a adelantar su liberación, producida el 27 de enero de este año.

Junto con los mro, en las Colinas de Chittagong viven otros diez pueblos indígenas conocidos como jummas. En los últimos sesenta años, cientos de miles de colonos bengalíes se han trasladado a esta región, desplazando a los jummas y sometiéndolos a una brutal represión en la que ha participado el ejército de Bangladesh, que ha cometido un sinnúmero de atrocidades, entre ellas asesinatos, violaciones y torturas.

Aunque en 1997 los jummas firmaron con el Gobierno de Bangladesh un Tratado de Paz que pretendía poner fin a estos crímenes, lo cierto es que más de diez años después siguen produciéndose arrestos e intimidación de activistas, y las mujeres jummas siguen siendo víctimas de violaciones por colonos y militares. Pero esto no les arredrará.

Y es así cómo en el fondo del abismo siguen resonando voces, nunca cesan. En la superficie hay quien pasa de largo, y quien se detiene, y mira. También hay personas, cada vez más, que se asoman, y son las únicas que encontrarán, ahí abajo, un mundo lleno de vida que clama por seguir existiendo.