Desde septiembre de 2021, el gas ha pasado a ocupar una posición preponderante en el debate mediático, político y social. Mal llamado gas “natural”, este combustible fósil formado mayoritariamente
por metano (CH4) ha sido históricamente vendido como limpio, seguro y barato. Ha sido incluido como “combustible de transición” para la transición energética y hasta etiquetado como “verde” por la Taxonomía europea. Sin embargo, la coyuntura energética y climática actual ha puesto de manifiesto que este combustible no está libre de repercusiones climáticas, aporta inseguridad energética y alimenta los conflictos bélicos, además de suponer un peligro para la economía y la vida de millones de personas.

El incremento de los precios de la energía desde el pasado otoño ha generado gran preocupación social y más hogares en situación de pobreza energética al no poder hacer frente a hinchadas facturas
energéticas. Todo ello, en un contexto económico debilitado tras la pandemia de la COVID–19. Al que se le juntan el impacto que están teniendo las sanciones y medidas de la Unión Europea derivadas de la guerra de Ucrania.

La cuestión del gas es, además, inseparable de la lucha contra la emergencia climática. El 6º informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC)1 arroja una imagen aterradora de los impactos que ya se están sintiendo en todo el planeta, y que resultan (y resultarán) mucho más duros en el Sur global. Precisamente, tras varios años en los que han quedado reflejados históricos de temperatura en todo el globo, sequias e inundaciones, todo el mundo las personas sufren enormemente por los impactos del cambio climático.

Las consecuencias energéticas derivadas de la guerra han puesto de manifiesto la gran dependencia europea y del Estado español de los combustibles fósiles, en especial del gas fósil. También ha arrojado
luz sobre la importancia de nuestras finanzas públicas y lo relevante que es ser conscientes de en qué manos acaban y qué apoyan. Las compañías gasistas se han beneficiado enormemente de la crisis de
los precios de la energía y pretenden sacar más provecho de la guerra, mientras la ciudadanía corre el riesgo de caer en la pobreza.

Y es que este combustible -tan volátil como sus precios- afecta de forma transversal a nuestra vida cotidiana. De forma directa, el gas fósil se utiliza en los hogares y comercios para producir calor, obtener
agua caliente sanitaria o para cocinar. Pero, además, tiene un impacto indirecto en el coste de la vida, por ejemplo, a través del precio de la electricidad, el precio de los fertilizantes y de los productos industriales, que también dependen del gas.

El miedo ante la falta de suministro de gas para el próximo invierno está generando diferentes respuestas por parte de la Unión Europea y los estados miembros. Pese a que algunas de ellas están alineadas
con la transición energética justa, otras sencillamente responden a los intereses económicos de la industria fósil. Generando el terreno legislativo idóneo para repetir las dinámicas especuladoras del pasado
y promover nuevas megainfraestructuras gasistas como la solución “mágica” a la coyuntura energética.

Este informe, sin ser exhaustivo, pretende dar una visión sobre la situación actual del gas en Europa y el Estado español. Así como recoger las luchas históricas contra los grandes proyectos que siguen activas o se han reactivado en los últimos tiempos.