El autor del texto expone que vivimos en unas circunstancias excepcionales en medio de una gran crisis energética y climática. Estamos ya ante los límites biofísicos del planeta Tierra y no es posible una transición energética sin merma del crecimiento económico.

Jorge Riechmann. Profesor de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid. Miembro de Ecologistas en Acción. Revista Ecologista nº 114.

Podríamos partir de uno de los dibujos de El Roto, publicado en El País el 23 de octubre de 2022. Dos hombres están enzarzados en una pelea a cuchilladas y uno exclama: “¡Eso de no matar es moralismo rancio!”. Una caricatura exagerada, sí, pero que apunta a una verdad: elementos básicos de una ética razonable son denunciados hoy como “moralismo”. Menudean las acusaciones de moralismo en nuestra vida pública: desde la desacomplejada derecha posmoderna hacia la izquierda (acusada de prohibicionista y liberticida, entre otras lindezas), por una parte; pero también de unos sectores de izquierda a otros (por ejemplo, feministas que tildan a otras feministas de puritanas moralistas).

Vamos a empezar desde el principio, para ver si nos aclaramos un poco con esto de los moralismos. La prueba de fuego para la ética, creo, son los egoísmos de grupo. Pues en las distancias cortas, con la gente de nuestros endogrupos, somos naturalmente morales: nuestra evolución biológica como simios supersociales nos ha dotado de excelentes capacidades para convivir, cooperar, resolver conflictos y cuidar de la gente cercana. El problema se plantea cuando hemos de ir más allá de esta moral de proximidad, que es “tribal” en un sentido amplio. (Pues, como animales simbólicos que también somos, podemos ir ampliando esos grupos pequeños de densa interacción cara a cara: pasamos así al clan, la nación, el Estado-nación, el grupo sexual -los varones en el patriarcado-, la clase social -propietarios y rentistas en el capitalismo-, la Unión Europea…)

Dibujo de El Roto publicado en
El País el 23 de octubre de 2022.

La prueba de fuego, decía, son los egoísmos de grupo. ¿Nos decidimos de verdad a ir más allá de las morales tribales? Ésta es la pregunta por una moral de larga distancia,1 que se vuelve perentoria a medida que progresan nuestras capacidades destructivas, por una parte, y, por otro lado, va unificándose (de forma tendencial) la humanidad. Y así inquirimos: ¿Ética más allá de la comunidad nacional? ¿Ética con perspectiva anticolonial e intergeneracional? ¿Ética que incluya de verdad a toda la familia humana? Y lo más difícil (pero obligado, diría yo, en el Siglo de la Gran Prueba): ¿Ética más allá de lo humano, superando nuestro inveterado antropocentrismo? No se trata de creernos en posesión del Bien y de la Verdad -eso, en efecto, sería un grave problema-, sino de saber quiénes somos Nosotros: cuán inclusiva es nuestra comunidad moral.

Simios supersociales

La preferencia por el grupo cercano no solo tiene raíces biológicas (somos simios supersociales que han evolucionado en grupos humanos pequeños) sino que puede apelar también a cierta justificación moral: en la medida en que nos resulta más fácil actuar sobre lo cercano que sobre lo lejano (para cuidar, para defender o para causar daño), surgen también obligaciones más fuertes hacia esos grupos próximos.

Mas no cabe perder de vista, en primer lugar, que el progreso moral consiste esencialmente en ir superando egoísmos de grupo: no hay tanta gente que cuestione hoy que “tratar a los demás como uno mismo quisiera ser tratado” ha de referirse a cualquier ser humano. En efecto, con los “extranjeros” (en sentido amplio) podemos ser increíblemente dañinos y crueles, y los grupos humanos a menudo trazan entre ellos barreras basadas en criterios étnicos, religiosos, lingüísticos… Esta delimitación sucede con gran facilidad y deriva con frecuencia en conflictos de Nosotros contra Ellos. Guerras, limpiezas étnicas y genocidios contra “los de fuera” nos resultan casi tan naturales como el cuidado hacia “los de dentro”. Pero hemos llegado hasta la Declaración de los Derechos Humanos de 1945, y la insuficiente pero valiosa construcción del Derecho internacional, aspirando al menos a una ética universalista de mínimos.

“Una apreciación realista de la condición humana, en ocasiones me lleva a afirmar como síntesis que ‘somos simios averiados’ ”.

Y, en segundo lugar, no podemos olvidar que estamos viviendo circunstancias históricas absolutamente excepcionales: un final de mundo. No el fin del mundo (Gaia seguirá adelante, con o sin nosotros), pero si un terrible final de mundo: Sexta Gran Extinción, tragedia climática, crisis energética. Sucede que el overshoot ecológico, aunque sea ‘solo’ un hecho y seamos bien conscientes de la interesante historia de la falacia naturalista, tiene consecuencias para el marco ético desde el que nos asomamos a la realidad. Consecuencias profundas: reflexionemos un momento al respecto.

Ilustración Miguel Brieva.

Debatiendo sobre transiciones ecosociales (esas dinámicas que tanto invocamos y tanto necesitamos pero que, en rigor, apenas se ponen en marcha: lo cual sería tema, y no menor, para otro artículo), un amigo me reprochaba cierta discrepancia entre lo que considera mi “sabiduría antropológica” (esto es: una apreciación realista de la condición humana, la cual en ocasiones me lleva a afirmar como síntesis que “somos simios averiados”) y mis exigencias éticas, que consideraba exageradas. ¡Moralismo! A la hora de buscar “hacer las paces con el planeta” (podríamos decir con Barry Commoner), ¿no estamos exigiendo demasiado del pobre animal que somos, por ejemplo a la hora de ajustar nuestros presupuestos de carbono a esos límites aproximadamente de seguridad –los 1’5 ºC de los acuerdos de París, 2015– compatibles con una Tierra que siga siendo habitable para las sociedades del Holoceno?

La respuesta breve es que no, porque nuestro mundo ha cambiado mucho en los últimos siete decenios. Dos términos clave, dos palabras inglesas, condensan el cambio de posición de la humanidad en el planeta Tierra, en la segunda mitad del siglo XX (esa fase de la historia humana que solemos llamar Gran Aceleración). La primera palabra es overkill: capacidad de “sobremuerte” con las armas de destrucción masiva. La tecnociencia pone a nuestro alcance la destrucción de la entera especie humana no una sino varias veces (si tal cosa fuese posible). Esta capacidad de destruir a un enemigo (o a la especie humana entera) repetidas veces en el contexto de una guerra nuclear existe desde los años 1950, cuando EE UU y la URSS podían amenazarse con la destrucción mutua asegurada; ahora “China también quiere incorporarse al club exclusivo de las dos superpotencias con suficiente munición como para destruir ellas solas el planeta entero”, (noticia de prensa, 1 de agosto de 2021).

Límites del planeta Tierra

La segunda palabra es overshoot: extralimitación ecológica, desbordamiento de los límites biofísicos del planeta Tierra. La demanda colectiva humana se sitúa por encima de la biocapacidad de la Tierra desde los años 1970-1980. El síntoma más evidente de esa situación es la tragedia climática que va desplegándose a toda velocidad ante nuestros aturdidos ojos, pero está lejos de ser el único. Por no añadir sino otra pincelada: hoy el agua de lluvia no es ya potable en ningún lugar del mundo por contener altos niveles de PFA (SPP en castellano: Sustancias Perfluoroalquiladas y Polifluoroalquiladas, o Per- and Polyfluoroalkyl Substances en inglés), sustancias que son cancerígenas, hepatotóxicas, inmunotóxicas, y tóxicas para la reproducción, el desarrollo y el comportamiento.2.

“Estamos viviendo circunstancias históricas excepcionales: un final de mundo. No el fin del mundo pero sí un terrible final de mundo: Sexta Gran Extinción, tragedia climática, crisis energética…”

Vivimos en las condiciones de la Gran Desproporción, en el Siglo de la Gran Prueba 3, y nunca los seres humanos nos hemos encontrado en una situación semejante. El choque del ser contra el deber ser es un asunto clásico en filosofía y literatura. Pero se plantea de forma radicalmente diferente cuando la no realización del deber ser (el desarme nuclear, la transición ecosocial) entraña con alta probabilidad la aniquilación del ser: y ésta es nuestra situación desde el decenio de 1950.

No acabamos de asumir la realidad. No es una cuestión de pureza moral contra realismo político (como sugería mi amigo): como sociedad nos falta realismo (pero realismo extramuros: ecológico, biofísico, termodinámico). No se trata de que un ecologismo exagerado, con posiciones morales de máximos, se oriente según el clásico adagio latino fiat iustitia, pereat mundus: sucede que objetivamente nos encontramos, después de 1945, en la situación de “si no se cumple la justicia” (más bien: algo de justicia, ciertos mínimos de justicia), “perecerá el mundo”. Nuestra perspectiva moral al respecto tiene que cambiar porque el mundo ha cambiado.

Pongo un ejemplo que nos interpela especialmente como movimiento ecologista: una transición energética que impulse tantas instalaciones de energía renovable como quepan, sin preocuparse por límites materiales ni impactos en el Sur global, permanece presa de los egoísmos de grupo (nacionales y europeo-ocidentales).

En la antesala de la COP27 (cumbre del clima en Egipto, 6 al 18 de noviembre de 2022), El País editorializaba en términos de “muerte o transición ecológica” (31 de octubre de 2022), sumándose al grito del Secretario general de Naciones Unidas: “La crisis climática nos está matando”. Se afirmaba que tenemos ante nosotros dos grandes horizontes de acción, una bifurcación de trayectoria: o el “aplazamiento, aun a riesgo de llegar a un punto de irreversibilidad”, o “acelerar la transición ecológica para prescindir cuanto antes de los combustibles fósiles”. Y la primera opción4 sería mortal.

Lo que sucede es que la “transición ecológica” entendida en términos convencionales (como lo hace El País) supone también muerte. Algo menos de muerte, un poco más distribuida en el tiempo y más concentrada en el Sur global: pero muerte también, por desgracia. Se trata del “plan B” que yo evocaba en un artículo publicado en el verano de 2021 5, con reflexiones que luego amplié (junto con Adrián Almazán) en un segundo artículo para Ecologista 6. Necesitamos un “plan C” que asuma que una transición energética aceptable solo puede ser muy rápida, fuertemente igualitaria y altamente decrecentista (pero no se me escapa que las posibilidades de que cuaje un “plan C” son mínimas) 7.

Ilustración Miguel Brieva.

Ahora bien, las estrategias de “capitalismo verde” del “plan B” se basan en premisas falsas (al menos según se están transmitiendo estas medidas a la sociedad): que es posible una transición energética al “100 % renovable” sin merma del crecimiento económico, la prosperidad capitalista ni el bienestar ciudadano en una bien ordenada e inclusiva Sociedad de la Mercancía. No, no habrá tal cosa. ¿Quién puede pensar que es buena idea comprometer buena parte de los recursos minerales de la Tierra para mantener, por ejemplo, un modelo de movilidad motorizada individual cuyo carácter colonial y ecocida es indudable y que no resulta generalizable ni siquiera para los seres humanos hoy vivos?

El descenso de la TRE (Tasa de Retorno Energético, que nos informa sobre la energía neta que proporciona una fuente energética a la sociedad, en el estado actual de riqueza del recurso y de tecnología), junto con la continuación de dinámicas de crecimiento, produce un daño cada vez mayor que se va pudiendo “externalizar” cada vez menos.

¿Transición energética aceptable?, preguntará alguien, ¿desde qué criterios? Criterios éticos procedentes al menos de esa ética universalista “de mínimos” antes evocada: y, si fuera posible (debería serlo para los movimientos ecologistas), también criterios éticos más inclusivos que cuestionaran el lamentable antropocentrismo moral que nos lastra tanto.

Volviendo a la viñeta de El Roto con la que comencé estas páginas: no, evitar el daño que está en nuestra mano evitar no es moralismo rancio.

  1. Elaboré este asunto en Jorge Riechmann, “De una moral de proximidad a una moral de larga distancia”, capítulo 6 de Ética extramuros, eds. UAM, Madrid/ Cantoblanco 2016.
  2. Nos lo han hecho saber Ian T. Cousins y sus coautores/as en su artículo “Outside the safe operating space of a new planetary boundary for Per- and Polyfluoroalkyl Substances”, publicado en Environmental Science and Technology el 2 de agosto de 2022.
  3. Jorge Riechmann, El Siglo de la Gran Prueba, Baile del Sol, Tegueste (Tenerife) 2013.
  4. Que yo he llamado el “plan A” en el artículo de julio de 2021 reseñado en la siguiente nota.
  5. Jorge Riechmann, “Sobre las propuestas energéticas de la Comisión Europea, la necesidad de decrecimiento y los planes A, B y C”, eldiario.es, 24 de julio de 2021; https://www.eldiario.es/ultima-llamada/propuestas-energeticas-comision-europea-necesidad-decrecimiento-planes-b-c_132_8149096.html
  6. Adrián Almazán y Jorge Riechmann, “¿Cómo caminamos hacia el plan C?” (con Adrián Almazán), el ecologista 110, invierno de 2021-22; https://www.ecologistasenaccion.org/188990/como-caminamos-hacia-el-plan-c/
  7. Exploré este problema en Jorge Riechmann, “El sujeto político ausente. Sobre energía y transiciones ecosociales”, capítulo 10 de El socialismo puede llegar sólo en bicicleta (nueva edición actualizada), Catarata, Madrid 2022.