Silvia Morote. Médico de familia, excooperante con Médicos sin Fronteras. Revista Ecologista nº 96

Me gustaba mi rutina de las mañanas. La necesitaba. Las pocas cosas inmutables del día a día me daban seguridad.

Siete menos cuarto: el timbre del despertador. Protesta entre bostezos por no haber descansado suficiente y despertar bajo una ducha fría. Siete y diez: desayuno más o menos completo con esfuerzo. Siete y veinticinco: carrera para no perder el bus que me llevaba al hospital.

Lo cogía cada día a las siete y media, en la segunda parada de la línea. Subía y lanzaba un educado: “Buenos días” al conductor. Casi siempre era el mismo: alto, pelirrojo, con barbita fina y sonrisa amable. Detrás de él se sentaba invariablemente un abuelo con boina, de aspecto serio, que me dirigía un leve asentimiento de cabeza a modo de saludo.

Yo caminaba hasta el fondo del bus, por inercia, a mi lugar favorito: último asiento de espaldas al conductor, ventanilla izquierda. Abría un libro, una novela fácil, de poco peso y menos trascendencia, lo que me permitía leer un párrafo y acto seguido mirar por la ventana o examinar a la poca gente que tenía delante, sin importarme perder el hilo.

Tres calles más allá subía cada día una señora mayor, con un enorme cesto en la mano, que se bajaba en la parada del mercado. Solía sentarse frente a ella un punki veinteañero de piernas larguísimas que chocaban con su cesto y le obligaban a ponerlo en su regazo. Pero la señora nunca cambiaba de asiento, desafiante.

Poco antes del mercado, subían dos mamás amigas con sus tres hijos. El más pequeño, de unos seis años, con Síndrome de Down, se sentaba siempre en el hueco de la escalerilla de salida y tenía a su madre permanentemente atenta a la apertura y cierre de la puerta.

Unos y otros eran parte de esa rutina que me permitía afrontar el mundo real, entrar en él desde lo conocido, sin sobresaltos. Eran mi momento de paz. Mis miedos y mis dudas llegaban después, en el hospital, con los pacientes ingresados, con mi jefe imposible y, sobre todo, con los inevitables encuentros con Pablo, mi ex, en los pasillos, en consultas, en urgencias, en la cafetería… Su sonrisa educada, su tono de voz apenado, esa mirada de “qué mal estás, ya veo que no puedes vivir sin mí, nena” me desmontaban y me dejaban arrastrándome hasta el día siguiente.

Por ello me aferraba a esas mañanas. Eran mías y en ellas todo era igual, mecánico. No necesitaba pensar. Ni sentir.

Hasta el día en que irrumpió Pepe.

Lo había visto alguna vez al subir al bus, de refilón: un chico de unos veinticinco años, moreno, pelo lacio, algo desaliñado. En un par de ocasiones, cuando atravesaba el bus hacia mi asiento, había rehuido su mirada, demasiado directa.

Ese día, yo estaba leyendo y él se sentó a mi lado, dejando caer todo su peso de golpe en el asiento. Cerré el libro sorprendida. Él me miraba descaradamente con sus ojos claros, intensos, algo bizcos.

– ¡Hola!

– Hola –respondí seca, molesta por la interrupción, e intenté recuperar mi lectura.

– ¿Qué lees? ¿De qué va la historia?

Me sentí invadida. Estuve a punto de contestarle con un exabrupto, pero el tono de su voz y cierta dificultad al pronunciar me detuvieron. “Retraso intelectual leve” diagnosticó mi mente clínica. Volví a cerrar el libro.

– ¿Es interesante? –añadió con ojos interrogantes.

– Sí, claro… –titubeé, porque aunque me parecía absurdo, sentí que realmente a esos ojos les importaba mi respuesta–. Bueno, en realidad no tanto, ¿sabes?

– Entonces, ¿para qué lo lees? –me increpó con voz levemente gangosa y una sonrisa inmensa.

No pude evitar sonreír. E inquietarme al mismo tiempo por la pregunta.

– Buena cuestión… –lancé una leve carcajada–. ¿Para no pensar, quizás?

Se rió mucho más alegremente que yo, haciendo aspavientos con las manos.

– Pues ¡qué tontería! –dijo, y yo asentí incómoda, aunque sin poder quitarme la sonrisa de la boca–. ¿Cómo te llamas?

– Marisa. ¿Y tú?

– José Manuel Pérez Pastor. Pero me llaman Pepe porque me gusta más –hizo una pausa–. Eso es importante, que te guste tu nombre. ¿A ti te gusta Marisa?

Me miraba con tal seriedad que me descubrí pensando si de veras me gustaba. Mi nombre, mi bandera, mi carta de presentación. Tardé un poco en responderle.

– Creo que sí. Sí. Me gusta Marisa.

Asintió con la cabeza, muy serio de repente.

– A mí también me gusta. Suena bonito. Marisa… Marisa, Marisa, Marisa –canturreó una melodía con mi nombre mientras me recorría con la mirada, desde esa proximidad inquietante del asiento contiguo de un bus. Me sentí incómoda, aunque no era una mirada inquisitiva ni amenazadora.

– Le queda bien a tu cara –decidió. Y se puso el pulgar derecho en la boca, mordisqueando la uña, mientras seguía examinándome–. Sí, te pega. Creo que en el fondo eres alegre, como tu nombre.

Di un respingo, incómoda.

– ¿Qué quieres decir? ¿Por qué en el fondo?

– Pues… ahora se te ve triste, pero tus rizos y tus ojos son alegres, de una Marisa. Y además… –me lanzó una sonrisa cómplice–. ¡Te gusta el rojo!

Y antes de que pudiera responder, se levantó de un salto, farfullando apurado.

– ¡Uy! Me bajo. Ahí está mi escuela. ¡Hasta mañana!

Estuve todo el día intranquila, algo ausente, con imágenes e ideas que iban y venían por mi cabeza: mi nombre, el rojo, triste… Esa noche tuve sueños extraños que no consigo recordar. Me levanté cansada, como cada mañana. Pero, tras la ducha, reconocí en mí una inesperada ligereza.

Cogí el bus. Pepe se sentaba junto al abuelo de la boina. Charlaban amigablemente.

– ¡Hola! –saludé al pasar.

Me sonrió y saludó con la mano. Al sentarme, fui consciente de que había dejado mi aburrida novela en casa. No me importó. Cinco minutos después, Pepe se sentó a mi lado.

– ¿Tú también estudias? ¿Vas a una escuela como yo?

– No. Trabajo en un hospital. Soy médica.

– ¡Vaya! –alargó la última a, pensativo. Me taladró con la mirada–. Por eso estás tan seria y triste.

– No, no estoy triste por eso. Es por otras cosas –le sonreí–. Me encanta mi trabajo. Es serio, pero me lo paso bien haciéndolo.

– Pues yo me pongo triste cuando voy al hospital –musitó, con la mirada perdida a través del cristal de la ventanilla.

No me atreví a preguntar. Su silencio duró unos minutos, hasta que lo rompió con voz alegre y emocionada, agitando las manos.

– Hoy en la escuela voy a acabar una silla de madera que estoy haciendo para mi hermana. La he hecho yo, entera, Marisa. Yo solo. Se pondrá muy contenta. Y eso es lo mejor, ¿no te parece? Es lo importante –y enfatizó “lo importante” haciendo una pausa larga entre ambas palabras y vocalizando exageradamente.

Sus ojos claros buscaron confirmación en los míos.

– Sí, lo es. Seguro que le encantará. Porque la has hecho tú.

Aplaudió alegre.

– Sí. ¡Le va a encantar! –gritó entusiasmado.

Calló y me miró. Durante un eterno minuto. ¡Qué difícil aguantar una mirada así, en silencio! Sabía que no me juzgaba, que era su forma de reconocerme, pero la sensación de desnudez era terrible. Luego simplemente sonrió.

– Ya casi llegamos –se levantó de un salto–. Voy a saludar a Juan y ¡me bajo corriendo a acabar la silla!

Lo vi sentarse apenas dos minutos junto al joven punki, intercambió saludos y sonrisas, y, cuando el autobús abría las puertas frente a su parada, ya con un pie en la escalerilla, me gritó:

– ¡Marisa! –lo miré–. Hoy estás más guapa. ¡Te has pintado!– y bajó. El veinteañero y la señora del cesto se miraron con complicidad.

Todavía estaba colorada cuando llegué al hospital. En el vestuario me miré al espejo mientras me cambiaba de ropa.

– Pues sí –le dije a mi imagen–. Hoy estás más guapa.

Dejé desabrochado un botón de mi bata para que asomara el rojo de la camiseta y solté una carcajada.

Ninguna mañana volví a coger aquella novela absurda y aburrida que no acababa nunca. Ni esa ni ninguna otra. Cada día subía al bus deseando un ratito de conversación con Pepe. Algunas veces hablábamos. Otras no. Cambié de asiento. Al fondo, a la derecha, en el sentido de la marcha. Así podía ver mejor a toda la gente. Y a Pepe.

Y supe lo que me había perdido antes, encerrada escondiéndome en mi libro y en mi rutina. Observé que cuando Pepe se sentaba cerca de Max, el conductor pelirrojo, a este se le escapaban carcajadas discretas y sonrisas cómplices con una señora elegante de permanente gris, Celia, que se sentaba siempre en primera fila.

Fui testigo de emocionantes conversaciones sobre la música y la esencia de la vida entre Pepe y Juan, el joven punki. Y de las risitas de Mercedes, la señora del cesto, cuando se sentaba a su lado asediándola a preguntas sobre sus nietos. Y del cariño que despedían los golpecitos que le daba en la espalda el señor Mario, el abuelo de la boina de aspecto serio, que se descubrió a mis ojos como un elegante anciano de conversación exquisita. Y de cómo se iluminaba el rostro de Pol, el pequeño con Síndrome de Down, cuando Pepe se aparecía a su lado y le contaba sus planes.

Lo vi conversar con todos los pasajeros a lo largo de muchos días. Cada una de sus preguntas, hasta las más inverosímiles, me descubría que lo que yo había considerado obvio, absurdo y aburrido adquiría con él la relevancia de “lo importante”.

Una mañana, al llegar al hospital, yendo a paso ligero a la cafetería antes de la sesión clínica, me crucé con mi ex y le saludé alegre. Mientras esperaba en la barra a que el camarero me sirviera mi café doble para llevar, Pablo se situó a mi lado, mirándome inquisitivo, arqueando las cejas.

– Estás cambiada, Marisa –hizo una pausa, se apartó el flequillo de la cara y me dirigió una sonrisa traviesa–. ¿Has conocido a alguien?

Le miré, un poco sorprendida. Y entonces, sin pensarlo, yo también sonreí, decididamente picarona.

– Sí. Se llama Pepe. Y, ¿sabes? Ahora sé qué es “lo importante”.

Cogí el café, di un beso en la mejilla a Pablo, que casi se cae del susto, y desaparecí por el pasillo hacia la sala de sesiones, dando saltitos, consciente de su mirada en mi espalda y de mi recobrada serenidad y alegría.

(A las miradas especiales que iluminan el mundo)