Siete posibles caminos hacia una educación para la sostenibilidad.

Comisión de Educación y Participación, Ecologistas en Acción de Madrid. Revista El Ecologista nº 73.

La educación de las y los menores se considera una de las piezas esenciales de todo sistema cultural y sociopolítico. No es casualidad que, en el ejercicio del monopolio educativo, la escuela haya dejado fuera modos de aprender más cercanos a la tierra, a la familia, a la comunidad, al trabajo o al mantenimiento de la vida.

Nuestras escuelas han quedado recluidas en un espacio cerrado y vallado donde un grupo de especialistas —el profesorado titulado y sólo este— controla y enseña a menores —organizados en grupos de edad— determinados conocimientos seleccionados por el poder dominante, que excluyen los saberes populares.

A lo largo de la historia han sido muchas las experiencias que se han enfrentado a estos reduccionismos en cuanto a espacios, tiempos, agentes y conocimientos. La propuesta de educación sin escuelas de Ivan Illich, las escuelas itinerantes del Movimiento de los Sin Tierra, los Consejos de la Infancia promovidos por Francesco Tonucci, los sindicatos de niños y niñas trabajadoras (en Perú, India…), las escuelas libertarias, la escuela de “O Pelouro”, en Pontevedra, las escuelas Waldorf, las Escuelas del Bosque en países escandinavos, el movimiento de la Educación Popular —del que Paulo Freire es el teórico más conocido [1]—, la Escuela Moderna de Celestin Freinet, la universidad Madres de la Plaza de Mayo, la Institución Libre de Enseñanza, las Escuelas del Movimiento de Trabajadores Desocupados en Argentina, las Escuelas Autónomas Zapatistas y muchas más.

Las ideas que siguen se apoyan en estas propuestas, pero también se inspiran en los criterios de sostenibilidad de la naturaleza: al fin y al cabo, la maestra más estable del planeta y a la que debemos la vida.

Siete posibles caminos hacia una educación para la sostenibilidad

Los ejes de intervención que proponemos, uno a uno, son incapaces de cambiar el rumbo insostenible por el que avanzamos pero, unidos a transformaciones en los modos de habitar, de producir, de consumir, de distribuir y ejercer el poder, podrían arrojar alguna luz en el futuro.

Colocar la vida en el centro de la reflexión y de la experiencia

Los sistemas educativos están diseñados desde las grandes urbes. Más de la mitad de la población mundial vive en ciudades. En este contexto es fácil dar protagonismo a la tecnosfera e incluso presentarla como el suelo esencial que nos mantiene. Al colocar la vida en el centro, buscamos una comprensión del mundo más acorde con nuestra realidad: somos seres vivos antes que usuarios de telefonía móvil o conductores de automóvil, dependemos de los tomates y del trigo en mucha mayor medida que de un reproductor de música. Bajo el asfalto tendrá que surgir la huerta.

Desde la educación podemos hacer repaso de elementos naturales esenciales. Habrá que reaprender que el sol es el origen de toda la energía, comprender cómo se ha almacenado esta y cuál es la situación actual de estos depósitos. Preguntarnos cómo y para qué la usamos, hablar de su despilfarro, de los grandes negocios y las guerras asociadas a su extracción. Recordar en qué medida somos agua y conocer los conflictos relativos a su uso. Estudiar el aire, conocer las partículas tóxicas que contiene en las ciudades. Trabajar la tierra, saber en qué época fructifica cada planta y qué consecuencias tiene forzar la producción con agroquímicos.

Ser conscientes del nacimiento, el crecimiento o la muerte; hablar de ellos. No ocultar esta realidad tampoco a niñas y niños. Aprender el respeto a los animales de otras especies. Denunciar la violencia injustificada contra ellos. Seguir el recorrido de las hormigas, de las golondrinas o de las moscas.

Desentrañar las relaciones y la interdependencia de los ecosistemas, hacer visibles las relaciones causa-efecto o la complejidad de las relaciones multicausales. Conocer el deterioro de la producción agrícola tradicional por efecto del cambio climático. Hacer estudios de los ciclos de vida completos de aquello que utilizamos (sus costes materiales y energéticos desde el origen de su producción hasta su abandono). Hacer visibles los residuos y su toxicidad. Conocer los vertederos de basuras que el norte tiene en el sur.

Comprender el metabolismo del propio pueblo o ciudad, es decir, de qué modo y en qué magnitud es dependiente —y devastadora— de territorios próximos y lejanos. Cuántas toneladas de materiales entran y salen cada día de ella. Cuánta energía emplea de modo directo e indirecto. Conocer nuestra huella ecológica, la de nuestro pueblo y la de la cementera próxima.

El cuidado es otra experiencia esencial para la valoración de la vida y para la comprensión de la interdependencia. Otorgar sentido educativo a los cuidados básicos es un ejercicio central en la sostenibilidad. Rehabilitar espacios vivos deteriorados, cuidar y rehabilitar relaciones humanas, practicar las mil tareas domésticas que nos sostienen, son formas complejas de aprender a atender esa red viva. Calibrar la deuda de cuidados (la diferencia injusta entre los cuidados recibidos y los ofrecidos) que se da entre géneros, clases sociales o norte-sur. Exigir el reconocimiento social y el reparto equitativo y solidario del trabajo de cuidados.

Comprender la vida significa aceptar sus ritmos, a menudo lentos. La experiencia de vivir en lentitud, inusual en una cultura de la inmediatez, puede traer aprendizajes inesperados. Necesitamos también narraciones orales que nos hablen de estos ciclos naturales.

Trabajar la centralidad de la vida tiene por objeto descolgarnos del fuerte antropocentrismo de nuestra cultura y asomarnos a “la democracia de lo viviente”, en términos de Vandana Shiva: un sistema de gobierno de la Tierra en el que el interés de todos los seres vivos (plantas y animales incluidos) importa a la hora de tomar decisiones.

Vincularse al territorio próximo

Los ecosistemas se organizan en buena medida en proximidad y viven de lo próximo. Una escuela para la sostenibilidad es una escuela que existe como territorio y en el territorio próximo, que se relaciona sobre todo con lo cercano, que intenta abastecerse de recursos producidos en proximidad.

Más allá de las vallas está el mundo adulto, el mundo del barrio, del trabajo, el mercado, las plazas… Hablamos de salir y colaborar en estos espacios. La tierra en la que crecemos (jugando, relacionándonos e investigando) se convierte en una referencia afectiva. Si está en peligro, saldremos en su defensa.

Limpiar el jardín, decorar vallas, reparar averías, construir, hacerse responsables del mantenimiento. Antes que una escuela de la simulación y la virtualidad, es necesaria una escuela del territorio físico real.

Pasear por suelos sin cementar, jugar en solares, aprender sin techo, usar la bici como medio de transporte, exponerse al frío y al calor, o recorrer suelos irregulares con plantas que pinchan son experiencias infrecuentes y cada vez más necesarias.

También hablamos aquí de abrir las puertas de la escuela y hacerla permeable a la luz, las familias o a los conocimientos de tenderos. La construcción de escuelas ha dado lugar a utilizar criterios de ecoconstrucción y en su gestión, se han desarrollado ecoauditorías que desvelan sus consumos y hacen propuestas de reducción.

Es imprescindible hacerse conscientes de que el territorio del que vivimos y sus frutos tienen límites. Habrá que aprender qué es limitado y qué es ilimitado, y cómo desarrollar lo ilimitado que de verdad nos importa (afectos, risa, aprendizaje…). Cuantificar esos límites y traducir los grandes números a realidades comprensibles. Necesitamos hacer ya estos cálculos en la escuela y fuera de ella.

Alentar la diversidad

La diversidad asegura la complementariedad, permite el reajuste y, en momentos de crisis, la supervivencia. En un colectivo humano que busca y aprecia la heterogeneidad nadie se siente fuera, cada cual encuentra el lugar donde es capaz de aprender y enseñar.

Alentar la diversidad significa no sólo aceptar el hecho indiscutible de las diferentes necesidades funcionales y tener presentes las variadas culturas y formas de pensar que integran nuestra comunidad. Es también organizar grupos heterogéneos, no separar a la infancia de la vida comunitaria. Diversificar tareas, responsabilidades, ritmos y recorridos de aprendizaje. Y facilitar el encuentro de diversas experiencias, culturas, edades, y especies animales y vegetales.

Tejer comunidad y poder comunitario

La organización comunitaria ha creado y crea posibilidades nuevas de intervenir en el mundo y ejercer el poder. Desde la escuela es posible ayudar a retejer esa malla comunitaria.

El primer paso consiste en considerar a niños y niñas, actores sociales inteligentes y darles su espacio de poder. Practicar la conversación, la argumentación y la escucha, la gestión de la discrepancia, la toma de decisiones colectivas, la corresponsabilidad, los proyectos grupales, el cuidado de otras personas, la acogida de quien llega nuevo…

Caben experiencias como los grupos espontáneos de autoayuda de madres y padres, las tertulias o grupos de aprendizaje, los procesos de participación en el diseño de los espacios por parte de niños y mayores, los presupuestos participativos, las cooperativas para la compra de materiales educativos, los comedores colectivos, los noticieros o revistas de elaboración local, la autogestión del viaje de estudios… La asamblea, por ejemplo, es una herramienta clave de funcionamiento horizontal para los grupos, que es importante practicar.

La escuela puede aprender de los movimientos sociales, del feminismo, de las cooperativas de trabajo o de las revoluciones.

Hacer acopio de saberes que acercan a la sostenibilidad

En toda la historia los pueblos han desarrollado una gran cantidad de conocimientos útiles para la vida. Son saberes funcionales, adaptados al territorio en el que se vive y que a menudo responden a una lógica holística.

Nuestra cultura despreció estos saberes por no ser científicos, pero en la memoria de nuestros mayores y en otras culturas existen claves útiles a la sostenibilidad. La escuela puede colaborar en mantener vivos estos conocimientos que quizá sean necesarios en un mundo que habrá que vivir de forma más sobria.

Proponemos recuperar habilidades para producir y preparar alimentos, para remendar ropa, para arreglar un mueble, desatascar una tubería y, en definitiva, para reducir el consumo, cuidar, conservar, reutilizar y arreglar y, si esto no es posible, reciclar.

Los saberes también pueden ser fruto de la construcción colectiva. Existen libros de texto creados colectivamente o programas de radio realizados por niños y niñas que se convierten en materia de estudio para sus compañeros del grupo de clase.

Se trata de desarrollar una cultura de la suficiencia, ajustada a un mundo de recursos limitados. Los conocimientos sobre cómo cuidar a quienes lo necesitan forman parte imprescindible de este bagaje cultural.

Desenmascarar y denunciar el actual modelo de desarrollo.

No hay sostenibilidad posible dentro de este modelo de organización social y económica. Por eso es imprescindible explicar conceptos como: globalización económica, metabolismo de la gran ciudad, huella ecológica, deuda ecológica, cultura patriarcal, privatización, transnacionales, equidad… de modo que sean comprensibles también a niños y niñas.

Algunas prácticas posibles pueden ser organizar una campaña, denunciar las transnacionales y las patentes de semillas, reclamar un espacio, hacer boicot a ciertos productos, denunciar el despilfarro, ocupar las calles, hacer contrapublicidad, pacificar el tráfico, dibujar pancartas, desobedecer y argumentar la desobediencia, denunciar a la televisión, tirarla, usar medios de comunicación alternativos, crear medios de comunicación propios. Todas estas son prácticas que se pueden aprender en la experiencia cotidiana y preparan para luchar contra un sistema inmoral y ecológicamente inviable.

Hay quienes piensan que los niños y niñas deben vivir apartados de estos problemas, pero se trata de su mundo, del presente y del futuro. No podemos negarles estos conocimientos, aunque dejando claro que somos las personas mayores —y algunas más que otras— las principales responsables del desastre.

La escuela puede convertirse en una bolsa de resistencia y denuncia, y proporcionar así una esperanza de cambio.

Experimentar alternativas

Vivir bien con menos podría ser una de nuestras máximas. La equidad, el equilibrio ecológico y la buena vida, algunas de las nuestras metas.

Los seres humanos, y más aún las niñas y niños, saben que el núcleo de la felicidad no reside en la marca del juguete que les regalan, ni siquiera en los gigas del MP3, sino en el afecto y la seguridad que experimentan en su mundo. Los grandes placeres de la vida suelen ser ilimitados y gratuitos: tener amigas, cantar, dar y recibir caricias, resolver enigmas… Para dibujar el futuro habrá que repensar también desde la escuela cómo sería una vida buena que pueda ser generalizada a toda la humanidad.

También cabe en la escuela, poner en marcha pequeñas alternativas locales que ya se están experimentando en diferentes lugares: participar en cooperativas de consumo, bajar la velocidad, facilitar accesos en bicicleta, usar el sol para todo lo que podamos, promover leyes contra el despilfarro, comprender el efecto del consumo masivo de carne, organizar mercadillos o sistemas de trueque, desarrollar proyectos de micropolítica… La lista puede extenderse hasta donde alcance nuestra fuerza y nuestra imaginación. El movimiento por el decrecimiento y otros muchos están comenzando a desarrollar propuestas para vivir de modo más austero, más armónico con el medio, y pueden servirnos de inspiración.

En definitiva, se trata de reducir nuestra huella ecológica, aumentando la equidad del planeta y la felicidad humana. Nada más. Y nada menos.

Queda al fin un interrogante esencial: ¿Es posible una educación sostenible en un planeta insostenible? ¿Podría la educación remover un mundo asentado estructuralmente en la insostenibilidad? Probablemente no baste, pero es sin duda una de las piedras de toque para cambiar el rumbo suicida de la historia.

Notas

[1] Aunque toda su producción bibliográfica es interesante su libro más emblemático es Pedagogía del oprimido, Freire, P (1994) Pedagogía del oprimido, Siglo XXI