Hace años que, desde el punto de vista económico-ambiental, venimos asistiendo a un interesante debate que se puede resumir de la siguiente forma: ¿es realmente cierto que la tradicional pérdida de peso de la agricultura y la industria en el Producto Interior Bruto, permite a las economías industriales seguir creciendo económicamente pero utilizando, a la vez, menos recursos naturales? ¿Son de verdad el sector servicios y la nueva economía menos intensivos en energía y materiales?

La discusión, conocida como controversia sobre la desmaterialización, no sólo ha hecho correr ríos de tinta durante largo tiempo, sino que ha sido el último episodio del viejo enfrentamiento entre los defensores del crecimiento económico, y aquellos que opinan que existen límites físicos a la producción de bienes y servicios.

De productores a adquirientes

Ahora bien, ¿ha participado la economía española de esta tendencia desmaterializadora? Lamentablemente, nuestro país viene desde hace tiempo reafirmándose en una estrategia de crecimiento económico que, ecológicamente, presenta dos rasgos de insostenibilidad muy acentuados. Por un lado, son ya muy visibles las consecuencias de una mutación ambiental que tuvo su origen en los años sesenta: España pasó de ser una economía de la producción apoyada en la generación mayoritaria de recursos renovables (biomasa agrícola, forestal…) para satisfacer su modo de producción y consumo, a convertirse en una economía de la adquisición de recursos no renovables preexistentes, procedentes de la corteza terrestre y que, por ello, tienen un carácter netamente agotable.

En la actualidad más de cuatro quintas partes de los recursos naturales que son utilizados por el sistema económico son de carácter no renovable (energía, minerales y productos de cantera). No en vano, entre lo que se extrae en el propio territorio y lo que procede del resto del mundo –sólo computando los recursos naturales que obtienen una valoración monetaria– la economía española requiere para su funcionamiento de casi 20 toneladas por habitante y año. De ellos, aproximadamente la mitad lo constituyen los productos de cantera, denotando así la estrecha y problemática dependencia entre la expansión del sector de la construcción y el crecimiento económico en nuestro país. Parece razonable, por tanto, que cualquier estrategia de sostenibilidad intente reducir ese trasiego de recursos, en vez de convertir a la economía española en un país con una imagen de dispendio en energía y materiales poco acorde con su papel de furgón de cola de la Unión Europea.

De exportadores a importadores de recursos naturales

Pero ha existido una segunda mutación que refuerza notablemente el anterior resultado: en la misma medida en que se produce el tránsito desde una economía de la producción hacia una economía de la adquisición, el milagro económico observado desde hace tiempo entraña que, en términos físicos, España deja de ser abastecedora neta de recursos naturales al resto del mundo para convertirse en importadora neta de materias primas y población. Actualmente por cada tonelada que sale de nuestro país en forma de exportaciones entran como importaciones tres toneladas más. Pero en una asimetría digna de nota, mientras la balanza de pagos en términos monetarios nos informa de que nuestra deuda comercial tiene como acreedores fundamentalmente a los países de la UE, el grueso del déficit en términos físicos lo tenemos contraído con países de África, América Latina y Asia.

La economía española acelera así su desplazamiento en la carrera hacia el desarrollo, avanzando hacia posiciones en las cuales disminuye la exigencia física de energía y materiales internos –porque se toman de otros territorios– concentrándose en las actividades de elaboración de manufacturas, comercialización y turismo como forma de equilibrar en lo monetario el desfase y la dependencia existente en términos físicos. El comercio internacional aparece entonces como un mecanismo que permite consolidar esa economía de la adquisición, recurriendo a la captación en terceros países, y a precios de saldo, de recursos naturales con que alimentar nuestra maquinaria económica. La conjunción de ambos factores explicaría, además, otro resultado notable: nuestro país es el protagonista del mayor crecimiento en la utilización de recursos naturales en comparación con las principales economías industriales.

Pero no hay que olvidar que el déficit físico anterior y su insostenibilidad ambiental posee también una traducción en términos de déficit territorial a través de la huella ecológica, esto es, el espacio que cada habitante de nuestro país ocupa para satisfacer su modo de producción y consumo y absorber sus residuos en forma de dióxido de carbono. La economía española ocupaba en 2000 por estos motivos 5 hectáreas/hab y, dado que la tierra ecológicamente productiva per cápita ascendía a 1,4 ha/hab, esto quiere decir que estamos incurriendo en un déficit ecológico equivalente a casi cuatro veces nuestra propia superficie productiva. Evidentemente, esta superficie, se está ocupando, tanto en países de nuestro entorno de los que importamos bienes, como de regiones enteras del Tercer Mundo que nos abastecen de combustibles fósiles, minerales, alimento para el ganado o madera.

Ahora bien, no sólo el comercio internacional ha servido como acicate para consolidar la economía de la adquisición. También el sistema financiero internacional funciona como palanca importante para consolidar el carácter adquisitivo de la economía española: la compra de patrimonio empresarial de terceros países como Argentina, Chile o Bolivia en sectores muy vinculados a la utilización y comercialización de recursos naturales (producción y distribución de electricidad, gas y agua, e industrias extractivas y refino de petróleo) pone de relieve el importante papel desempeñado en dicha estrategia por empresas nacionales como Iberdrola, Endesa, Aguas de Barcelona, Unión Fenosa, Gas Natural o Repsol.

En definitiva, que en vez de encaminar nuestro modelo energético hacia la renovabilidad, y la gestión de los flujos de materiales hacia la reducción y la reutilización por métodos y técnicas suficientemente conocidas, los requerimientos de recursos naturales de la economía española han crecido y crecen, en todas sus versiones, a tasas superiores a las del resto de los países ricos o industrializados, y se aproximan ya a los niveles más elevados de éstos.

Por tanto, la pérdida de peso de la agricultura, la minería y la industria, unida a la creciente terciarización de nuestra economía, no ha originado en España ninguna desmaterialización de la misma sino que, por el contrario, ha dado lugar a una rematerialización continuada desde hace años. De lo que cabe concluir que la economía española ha mostrado en su desarrollo una eficiencia ecológico-ambiental bastante escasa. Y se comprende que no le falte razón a Antonio Estevan cuando sostiene que “el Estado español lleva camino de convertirse en una auténtica ‘peña ultrasur [anti]ecológica’, y no sólo por su ubicación geográfica” en la Unión Europea.

Óscar Carpintero. El Ecologista nº 41