Adorada por las élites, esta nueva forma de energía presume de ser considerada la alternativa más limpia y viable a la quema de combustibles fósiles, pero no es oro todo lo que reluce.

Alberto Guerrero, Comisión de Energía de Ecologistas en Acción. Revista El Ecologista nº 39. Primavera 2004.

El hidrógeno es, con diferencia, el elemento más abundante del universo. Constituye aproximadamente el 75% de su masa. Se puede encontrar, además, en estado libre, en las estrellas y en la atmósfera de los planetas más pesados, como Júpiter y Saturno. O sea, es virtualmente inagotable. Desgraciadamente, en la Tierra no se trata de un elemento tan abundante, aunque lo hay en grandes cantidades y, sobre todo, tampoco se encuentra en estado libre, sino formando parte de diferentes compuestos, siendo el agua el más común de ellos.

Esta última característica del hidrógeno terrestre, hace que no pueda ser considerado una fuente energética. No está ahí, esperando simplemente ser aprovechado, como ocurre con el viento, el sol, el carbón o el petróleo; su obtención exige un proceso y, por lo tanto, un gasto económico y energético.

Aún así, parece razonable pensar que nos hallamos ante un recurso más que idóneo si se encuentra la forma de explotarlo, por sus múltiples virtudes. Por ejemplo el hecho de que, usado como combustible o para producir electricidad, su único residuo es vapor de agua (y una cantidad residual de óxidos de nitrógeno en el primer caso). O que, al poder ser envasado, al igual que los combustibles fósiles y al contrario que la electricidad, constituiría una alternativa sólida a las emisiones contaminantes en el sector del transporte (que genera el 25% del CO2 mundial). O que su distribución a lugares remotos, allí donde no llega la red eléctrica, sería factible, por la escasa necesidad de infraestructuras para su transporte. O que se trata de una alternativa que podría ser explotada a escala local, no sólo en grandes centrales…

Pero cuando los planteamientos hoy día son tendentes a considerar únicamente la producción centralizada y su utilización masiva a todos los niveles, aparecen las dificultades.

La obtención del hidrógeno

La tecnología actual permite obtenerlo fundamentalmente por reducción del gas natural (más de la mitad de la producción mundial es obtenida de esta forma), por gasificación del carbón y por la electrólisis del agua (disgregación en hidrógeno y oxígeno básicamente). Los dos primeros procedimientos liberan CO2, por lo que no suponen una alternativa en la lucha contra el cambio climático: la generación de gases de efecto invernadero se traslada a otra etapa del proceso, pero no se anula. Por el contrario, la electrólisis es limpia, siempre que la energía que necesita para producirse sea generada con fuentes renovables, y altamente eficiente, pues permite usar alrededor de un 75% de la energía que produce.

Muchos ven en esta simbiosis una manera de paliar el carácter intermitente de la energía solar o de la eólica, almacenándolas en forma de hidrógeno, disponible para usarse en ausencia de sol o viento. Sin embargo, a la hora de afrontar el uso de la electrólisis a gran escala, nos encontraríamos, aparte de con su precio (un tema menor si tenemos en cuenta el ahorro en costos ambientales y el inevitable agotamiento de gas natural y petróleo), con la necesidad de una serie de materiales (el platino para los electrodos por ejemplo), no demasiado abundantes.

El almacenamiento del hidrógeno

Si su obtención ya cuestiona en parte su rédito medioambiental, el almacenamiento del hidrógeno plantea un nuevo obstáculo, más en el sentido técnico. La producción actual es limitada y su uso está centralizado casi exclusivamente en la industria química y la del metal (también en centros educativos), por lo que es suficiente almacenarlo y transportarlo en forma gaseosa en las bombonas que casi todos hemos visto alguna vez.

Sin embargo, hay un factor que influye decisivamente tanto en su producción y almacenamiento a gran escala como en su uso en vehículos: su ligereza. Esto quiere decir que su capacidad de producir energía por unidad de volumen es muy pequeña, lo cual obliga a buscar fórmulas para envasarlo a presión, tratando de optimizar su transporte, a costa de consumir energía en el proceso.

Para su uso en vehículos, este hecho es acompañado por la necesidad de que se conserve en estado líquido, lo cual requeriría que el recipiente mantuviera en su interior una temperatura de aproximadamente 20º Kelvin (-253ºC) a la presión atmosférica (de hecho así es en los autobuses que circulan por Madrid y Barcelona y en los prototipos de las marcas de coches). La energía necesaria para lograr este estado del hidrógeno supone entre un 25% y un 30% de su potencial. Además, este tipo de recipientes, junto con la pila de combustible (el dispositivo, similar a una batería de coche –pero de hasta 300 kg–, que convierte el hidrógeno en electricidad, generando vapor de agua, en un proceso inverso a la electrólisis), ocasionan que el vehículo sea muy pesado, con la consiguiente pérdida de eficiencia.

El transporte del hidrógeno

También el transporte y distribución del hidrógeno genera serios problemas, si basamos la economía en él. Podemos toparnos de bruces con la visión de miles de camiones, trenes, barcos y aviones transportando el hidrógeno enlatado de sus centros de producción a los lugares de consumo. Como quiera que, al menos durante varios años aún, esos medios quemarán combustibles fósiles, el hidrógeno dejaría de suponer un freno al cambio climático.

Quizá sea mejor por lo tanto plantear otros sistemas. Por ejemplo, una red de tuberías similar a la que ahora se utiliza para el gas natural. Pero tendría que ser totalmente nueva para adaptarse a las características del hidrógeno, porque al ser tan ligero es capaz de evadirse de la red actual, además de convertir el acero al contacto con él en un material frágil, con el consiguiente riesgo de roturas.

Nos queda por último una alternativa ya comentada anteriormente. Se trata de utilizar el hidrógeno como reserva energética, subsanando la intermitencia de la generación de energía con fuentes renovables. A su vez, el hidrógeno así almacenado, reconvertido en electricidad, sería vertido a la red, asegurando un abastecimiento continuado. La cuestión es que, en el estado actual de las cosas, las energías renovables, a escala nacional, ya aseguran en gran medida la continuidad en la generación eléctrica, con lo que estaríamos generando un gasto económico inútil.

Conclusiones

Con todo lo dicho, no creo que el hidrógeno sea una opción en el momento actual, sobre todo con vistas a un intento de uso masivo. No cabe duda de que la gran pasión desatada entre las élites gobernantes en el mundo occidental es consecuencia más de la visión del hidrógeno como una vía de escape a la dependencia energética de países problemáticos en el panorama mundial, que de un análisis detallado de sus costes reales o de su bondad en relación con las emisiones de gases de efecto invernadero, al menos en los términos en que se está obteniendo actualmente (más del 99% es obtenido quemando combustibles fósiles). Es verdad, también, que es un sistema fácilmente centralizable y por tanto monopolizable, a diferencia de las fuentes renovables, cuya investigación es denostada constantemente (con la excepción de la eólica) y que sí constituyen, por ser fuentes directas de energía, verdaderas alternativas.

Es difícil creer, además, en las prácticas propuestas como alternativas. Es el caso, por ejemplo, del transporte: únicamente desde el punto de vista de la calidad del aire, es una opción quemar hidrógeno en lugar de derivados del petróleo, pero el verdadero camino es tender a sistemas de desplazamiento más racionales, ampliando las redes ferroviarias, fomentando los transportes públicos, facilitando la posibilidad de vivir cerca del lugar de trabajo… y, porque no, a un universo energético (y social) más descentralizado, donde todo aquel que tuviera una necesidad energética pudiera solventarla (esto es posible ya con la tecnología disponible) sin tener que recurrir al sempiterno enchufe y lo que hay detrás.