Un balance de la situación actual, tras 14 años de organismos modificados genéticamente.

David Sánchez Carpio, Amigos de la Tierra. Revista El Ecologista nº 66

Tras casi década y media de cultivo comercial de transgénicos, el balance de su utilidad para la sociedad no puede ser más negativo. Sin embargo, el Gobierno español sigue siendo uno de los mayores promotores de estos cultivos, a pesar del enorme rechazo social que concitan.

Hace ya más de 14 años desde que se inició el cultivo de transgénicos a escala global. Y son incluso más los años que llevamos resistiendo su imposición. Sin lugar a dudas, el balance tras las ingentes cantidades de dinero invertidas en propaganda e investigación sobre cultivos y alimentos transgénicos arrojan un sonoro fracaso: no han demostrado aportar ningún beneficio ni a los consumidores ni al campesinado, sus impactos ambientales, socioeconómicos y sobre otros modelos agrarios están más que demostrados, sus riesgos para la salud siguen en discusión, y la oposición social sigue siendo abrumadora. Está además sobradamente documentado que estos cultivos fomentan lo peor del modelo de la agricultura industrial: abuso de agrotóxicos, deforestación, daños sobre la biodiversidad, monocultivos, desplazamiento de comunidades campesinas, destrucción de los modelos de agricultura más sostenibles, y el control de la agricultura por unas pocas multinacionales.

Europa resiste la imposición

La imposición de los transgénicos ha generado un movimiento de resistencia global, especialmente fuerte en Europa. Tanto es así, que esta movilización social frente a los transgénicos se considera una de las primeras y más masivas protestas comunes a nivel continental, planteando algunas claves de los futuros modelos de movilización social en las nuevas sociedades de la globalización.

Hasta hace pocos meses, tan sólo estaba autorizado un cultivo transgénico en la Unión Europea (UE), el maíz MON810 de Monsanto. Modificado para ser resistente a ciertos insectos, ha sido prohibido de forma oficial por siete países europeos y de otras formas por tres más. Sin embargo, bajo presión de EE UU, la Organización Mundial del Comercio (OMC), y el poderoso lobby europeo de piensos y ganadería industrial, se ha autorizado la importación de más de 20 variedades transgénicas de maíz, soja o colza, que vienen de Argentina, Brasil y EE UU. Su aprobación se ha producido siempre de forma unilateral por parte de la Comisión Europea, en contra de la opinión de la mayoría de los Estados miembros.

El bloqueo a la aprobación de nuevos transgénicos en la UE estaba dando sus frutos. Multinacionales como el gigante químico BASF habían llegado a emprender acciones legales contra la Comisión Europea por los supuestos daños producidos por el retraso en la aprobación de sus cultivos transgénicos –incluso había anunciado que abandonaba la investigación de transgénicos para el mercado europeo–. Y sin embargo, en marzo de este año, el presidente de la Comisión, Durão Barroso, salió al rescate de la industria y aprobó el cultivo de una patata transgénica, el primero en ser autorizado en 12 años. Barroso contó con el apoyo de tan sólo cuatro de los 27 miembros de la UE, España entre ellos.

Diseñada para producir una mayor cantidad de almidón para su uso en la fabricación de papel o pegamentos, esta patata conocida como Amflora es un claro ejemplo de lo peor de los transgénicos. Contiene genes de resistencia a antibióticos, una práctica desaconsejada por la Agencia Europea del Medicamento por poner en riesgo la eficacia de medicamentos de uso común en medicina. Se aprobó también su presencia hasta en un 0,9% en los alimentos, admitiendo por tanto la imposibilidad de evitar la contaminación, y autorizando que una patata diseñada para usos industriales termine en la alimentación humana. Además, existen ya en el mercado europeo patatas convencionales con las mismas características, pero obviamente menos riesgos. Aunque aún no ha comenzado su siembra, Austria y Luxemburgo ya han prohibido su cultivo, y el Gobierno húngaro ha iniciado acciones legales contra la Comisión por la forma en que se ha aprobado.

Ante este panorama, la Comisión Europea ha lanzado una propuesta para desbloquear la situación, permitir a los Estados miembros prohibir un cultivo transgénico, aunque sólo en base a criterios éticos, morales o tal vez socioeconómicos, según el último borrador. Pero a cambio, claro, de que desbloqueen su aprobación en el resto de países y acelerar las autorizaciones para su importación. Lo que en realidad pide la Comisión es que se mire hacia otro lado sobre cuestiones como los impactos ambientales o las dudas sobre la seguridad a cambio de una supuesta mayor libertad para prohibir el cultivo en su propio territorio, libertad de la que actualmente ya gozan los Estados miembros. Un panorama que podría suponer la proliferación de cultivos transgénicos en los países más favorables, como España.

España, laboratorio de las multinacionales

El Estado español es un ejemplo de los impactos y consecuencias de la introducción de los cultivos transgénicos. Es el único país de la UE que los cultiva a gran escala, y el apoyo del Ministerio de Elena Espinosa a la industria no tiene fisuras. En 2009 fueron 76.000 las hectáreas sembradas con maíz transgénico, en torno al 20% del maíz total cultivado.

Mientras Francia o Alemania prohíben su cultivo en base a estudios científicos que demuestran sus impactos sobre la fauna del suelo, de los ríos, la imposibilidad de la coexistencia de la agricultura transgénica con la convencional y ecológica, y las incertidumbres a largo plazo para la salud, el Gobierno español niega estas evidencias y defiende su cultivo.

Niega también que los doce años de cultivo de transgénicos en España planteen un panorama preocupante desde el punto de vista socioeconómico. El cultivo de maíz ecológico ha desaparecido prácticamente en las regiones donde predomina el cultivo de transgénicos por los casos de contaminación y existe una enorme dificultad para producir incluso maíz convencional en muchas regiones. Se han documentado daños por contaminación también en los sectores de distribución y transformación. El cultivo de transgénicos ha supuesto la pérdida del mercado de gluten de maíz convencional y la práctica imposibilidad de garantizar la producción de piensos ecológicos en España, obligando a importar el maíz de países que han prohibido los transgénicos. El alto coste de los análisis para asegurar la no presencia de transgénicos es asumido precisamente por los agricultores y elaboradores que no los utilizan. Resulta también prácticamente imposible encontrar semillas de maíz certificadas como no-transgénicas o establecer seguros agrarios que cubran los daños por contaminación genética.

Esta situación se refleja también en la alimentación. Según datos de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición, el 15% de los alimentos a la venta que contienen soja o maíz están ya contaminados por transgénicos. Productos que incluyen desde papillas y leches infantiles hasta galletas, yogures o productos cárnicos. Y esta información no figura en la etiqueta, bien por ser la contaminación inferior al umbral de etiquetado, o bien porque las empresas directamente incumplen la legislación.

El Gobierno además, ha permitido que España se convierta en un auténtico laboratorio al aire libre de transgénicos en Europa. El 42% de los ensayos experimentales que se realizan en la UE tienen lugar en España. Maíz, remolacha, patata, trigo o algodón transgénico, cuya localización ha permanecido oculta hasta hace poco gracias al oscurantismo del Gobierno, impidiendo a vecinos, agricultores o incluso a los propios municipios adoptar medidas para protegerse de la contaminación.

Un marco legal a la medida de la industria del agronegocio

El marco legal vigente permite que las multinacionales actúen con total impunidad. La legislación no ampara a los agricultores y agricultoras, ya que no existe un registro público de cultivos transgénicos como obliga la Directiva europea, impidiendo conocer el origen de las contaminaciones. La Ley de Responsabilidad Ambiental excluyó deliberadamente la contaminación genética, con lo que principios como el de “quien contamina, paga” no se aplican a los transgénicos. Tampoco existen ningún tipo de medidas obligatorias que deban cumplir aquellos que los cultivan, ni se realiza ningún tipo de control ni seguimiento. La situación de las víctimas de la contaminación es de una total indefensión jurídica.

Tampoco la legislación ampara a las personas consumidoras en su derecho a una alimentación libre de transgénicos. No hay obligación de etiquetar los productos como carne, leche o huevos procedentes de animales alimentados con transgénicos, por lo que la mayoría de éstos se destinan a alimentación animal. Y tampoco hay que etiquetar los productos contaminados con transgénicos hasta un 0,9%.

La situación en España es de una absoluta falta de transparencia y control. Y los pocos mecanismos vigentes son sesgados, insuficientes y están dominados por la industria. El órgano científico que decide la política del Gobierno sobre transgénicos, la Comisión Nacional de Bioseguridad (CNB), cuenta con tan sólo 7 científicos de un total de 46 miembros. Gente toda del ámbito de la biotecnología, la mayor parte públicos defensores de los transgénicos que pasan demasiado tiempo en actos y eventos de la industria como para que podamos confiar en sus decisiones.

El hartazgo frente a esta situación se ha manifestado de forma diversa durante todos estos años, incluyendo movilizaciones coordinadas a nivel estatal los últimos años, con más de 300 actos, acciones y protestas a lo largo de todo el territorio durante las dos primeras semanas estatales de lucha contra los transgénicos, entre las que destacan sendas manifestaciones en Zaragoza y Madrid, con más de 15.000 personas. Pese a este contundente rechazo, el Gobierno no ha cambiado su postura. Y la sensación de imposición de los transgénicos, los incumplimientos legales del Gobierno, y el total desamparo de agricultores, consumidores y víctimas de la contaminación, ha reactivado el boicot a los campos transgénicos experimentales en cuanto se ha publicado su localización, demostrando que sólo se puede imponer esta tecnología mediante la ocultación de información y el incumplimiento de la legislación.

La industria adapta sus estrategias de propaganda

Una vez derribado el mito de que los cultivos transgénicos son la solución al hambre en el mundo, la industria elige nuevas estrategias de marketing. Y parece que han encontrado en el cambio climático el mejor reclamo. Especialmente para promocionar sus cultivos resistentes a herbicidas, como los monocultivos de soja que se extienden por América Latina.

Al controlar las malas hierbas mediante el uso indiscriminado de agrotóxicos, se reduce la necesidad de laboreo, lo que teóricamente reduce la liberación de carbono del suelo. La práctica de la agricultura sin laboreo, conocida como “agricultura de conservación” se desarrolló antes de la llegada de los transgénicos para reducir la erosión, y puede emplearse sin necesidad de modificación genética. Con transgénicos, esta práctica depende de los herbicidas para eliminar las malas hierbas, químicos con un alto coste energético tanto en su producción como en su fumigación. El aumento del uso de herbicidas está sobradamente documentado, con incrementos de hasta 144.000 toneladas en EE UU desde la introducción de los transgénicos. Dentro del modelo de agricultura industrial transgénica, se está incrementando además la necesidad de uso de fertilizantes sintéticos para aumentar los niveles de nitrógeno en el suelo, con la consiguiente emisión de N2O, un poderoso gas de efecto invernadero.

También se intenta vender la idea de que no hay problemas por destinar los transgénicos a la producción de agrocombustibles, y se están desarrollando ya árboles transgénicos destinados a la producción de agroetanol. Árboles con menor cantidad de lignina, que necesitan enormes cantidades de agrotóxicos para su producción en monocultivos.

Tiempo de elegir

Frente a las crisis climática, alimentaria e incluso económica, debemos elegir qué tipo de agricultura queremos promover para el futuro. Hay un amplio consenso internacional en la necesidad de apostar por modelos agroecológicos como forma de responder a todos estos desafíos. Así lo recogía la mayor evaluación de la agricultura mundial realizada hasta la fecha, un proyecto de la ONU, la FAO, el Banco Mundial y otras agencias, junto con más de 400 científicos, que publicaron tras cuatro años de trabajo la Evaluación Internacional del Papel del Conocimiento, la Ciencia y la Tecnología en el Desarrollo Agrícola (IAASTD en sus siglas en inglés).

La conclusión de este estudio fue clara: hay que apostar por métodos agrícolas biológicamente diversos, y los cultivos transgénicos no juegan un papel relevante para afrontar los nuevos desafíos. No es casualidad que la industria biotecnológica se retirara de este proyecto pocos meses antes de su publicación por la baja evaluación de sus tecnologías. Se reconoce el papel clave que debe jugar el conocimiento local de los agricultores, especialmente de las mujeres, en el futuro desarrollo de tecnologías apropiadas y sistemas de conocimientos. Y sentencia que las innovaciones tecnológicas industriales y el comercio internacional no han beneficiado a quien más lo necesita, al tiempo que han provocado graves daños ambientales.

Frente a este consenso internacional, ¿por qué modelo de agricultura está apostando el Gobierno español? Si nos atenemos a los datos de investigación, la agricultura biotecnológica recibe 60 veces más apoyo económico que la agricultura ecológica en España. Esto a pesar de que la agricultura ecológica genera 25 veces más empleo y ocupa 16 veces más superficie.

Frente a una situación política de bloqueo y una legislación hecha a la medida de las multinacionales, continuar la movilización es fundamental. Las manifestaciones contra los transgénicos de los últimos años, el proceso de construcción de la Alianza por la Soberanía Alimentaria de los Pueblos o las diversas iniciativas y acciones a escala local son herramientas fundamentales para frenar los transgénicos y construir la soberanía alimentaria desde lo local, como forma de cambiar el modelo de agricultura y alimentación dominante y dar respuesta a las crisis que enfrentamos.