Cuando en abril de 1986 el mundo entero asistía sobrecogido a la catástrofe de Chernóbil, los defensores de la energía nuclear se apresuraron a afirmar que un accidente similar no era posible en los países occidentales, donde las medidas de seguridad y el control y vigilancia de esas instalaciones eran mucho más estrictas que en los países de la entonces Unión Soviética. Desde el primer momento se acumularon datos de personas irradiadas, sobre todo entre los propios trabajadores de la central y entre los miles de hombres que llamaron «liquidadores» que intentaron apagar el fuego letal del reactor. Al cabo de los años, las noticias de muertes y, sobre todo, las imágenes de fetos y de niños con malformaciones, hicieron crecer el rechazo a la energía nuclear en todo el mundo.

Pero veinticinco años después, el 11 de marzo de 2011, el mundo volvía a estremecerse esta vez en Japón, uno de los países con mayor nivel tecnológico y donde los requisitos de seguridad presumían de ser de los más rigurosos del planeta. La tragedia del tsunami se vio agravada a las pocas horas por las inundaciones y posteriores explosiones en cuatro de los seis reactores de la central nuclear de Fukushima, una de las más antiguas del país asiático, con más de treinta años de funcionamiento.

Sin embargo, en todo este tiempo no ha trascendido a los medios de comunicación tradicionales ninguna noticia sobre los daños producidos en las personas que sufrieron la irradiación en los días siguientes con motivo de los trabajos para intentar frenar la fusión de los reactores. Ni mucho menos se ha sabido de enfermedades en la población del área afectada o por consumir productos procedentes del campo o del mar donde se depositó la radiactividad. Parece que un muro de silencio se haya instalado sobre las consecuencias de Fukushima. Hasta hace poco más de una semana no se ha sabido que al menos 18 niños, de los que se vieron expuestos aquellos días a la radiación, han desarrollado cáncer de tiroides y otros 25 podrían estar también afectados.

Mientras que los defensores (en muchos casos, interesados) de la energía nuclear siguen argumentado que, aumentando las medidas de seguridad, debe seguir contándose con las centrales nucleares en el futuro, la realidad nos demuestra que muy pocos países han iniciado la construcción de nuevos reactores en este siglo. La mayoría de ellos en China y otros países de Asia. Mientras tanto la oposición sigue aumentando en los países que han planteado nuevos programas nucleares, como Reino Unido o Francia.

En las últimas horas hemos vuelto a recibir nuevas malas noticias desde Fukushima: los escapes de agua radiactiva desde los tanques de depósito donde se almacena desde aquel trágico mes de marzo de 2011, en lugar de disminuir han ido en aumento y el peligro de radiactividad ha alcanzado ya el grado 3 en la escala de sucesos nucleares INES. Esto nos demuestra que ante un accidente nuclear no hay tecnología capaz de eliminar los enormes riesgos de una tecnología que, al fin y al cabo, lo único que hace es producir electricidad a partir del agua caliente que circula por un circuito. Demasiados riesgos cuando ya podemos aprovechar la energía limpia del sol y el viento, sin necesidad de poner en peligro a la humanidad. Esa es la lección que teníamos que haber aprendido de Chernóbil y de Fukushima.