Me fastidia elogiar a alguien cuando acaba de morir. Debí escribir estos renglones hace muchos años, cuando comprobé que Alfredo Barragán estaba contribuyendo enormemente a cambiar la percepción de la gente común sobre la importancia de proteger el entorno más allá del arbolito y el pajarito. Ahora, incluso cayendo en la macabra trampa de las alabanzas a título póstumo, me atrevo a hacerlo.

De Alfredo apreciaba sus reflexiones y estudios, pero también su entusiasmo por las pequeñas cosas de la naturaleza. Lograba conmoverme cuando contaba y fotografiaba acontecimientos aparentemente tan insignificantes pero objetivamente tan auténticos como su cosecha de pimientos en macetas. De la fascinación al análisis y del análisis a la reivindicación.

En un mundo en el que las etiquetas y los eslóganes han acabado reemplazando a los discursos profundos, Alfredo siguió perteneciendo a la vieja escuela de las preocupaciones y propuestas razonadas. No siempre le fue bien, porque el prostíbulo ideológico y las monstruosas redes sociales lo engullen todo, pero perseveró en el intento hasta sus últimos días.

Por su integridad ideológica y su compromiso activo con una causa que (interese más o menos) son de las que verdaderamente importan y requieren de la implicación o, al menos, la sensibilización de todos, Alfredo era un bicho raro (acaso una especie en peligro de extinción) en la sociedad sanluqueña.

Docente de profesión, Alfredo enseñó muchísimo dentro y fuera de las aulas. Como todo ser humano, cometería numerosos errores, pero, al final, ha cerrado su cuenta vital con saldo positivo. Este ecologista irreductible que luchó por lo (casi) imposible deja el testigo a tantas y tantas personas que comparten su voluntad de transformar un mundo que, a estas alturas, parece que no tiene remedio.

La mejor manera de llorarle ahora que ya no está entre nosotros es seguir su ejemplo. Cuando tiempo atrás Alfredo creó su diario digital de viajes y otras anotaciones, decidió encabezarlo con esta frase de José Saramago: “El viaje no acaba nunca. Sólo los viajeros acaban. E incluso éstos pueden prolongarse en memoria, en recuerdo, en relatos”. No borremos la huella de este viajero.

Por Javier Franco.