Testimonio de una voluntaria en los campamentos de personas refugiadas en Grecia.

Edith Pérez Alonso [1]. Revista Ecologista nº 90.

“Nos parece más preciso, y más conforme a nuestra experiencia específica, definir como fascistas todos aquellos regímenes que niegan, en la teoría o en la práctica, la fundamental igualdad de derechos entre todos los seres humanos”.
Primo Levi

Si no lo veo no lo creo, junto a unas ganas intensas de llorar. Eso es lo primero que sentí cuando llegué al asentamiento ‘irregular’ de personas refugiadas en Idomeni, una pequeña localidad en la frontera de Grecia con Macedonia. Esa sensación de incredulidad y de nudo en la garganta apareció también en los distintos campos oficiales situados en los alrededores de Tesalónica que tuve ocasión de visitar. Frotarme los ojos para darme cuenta de que no era una pesadilla, sino la palpable e hiriente realidad de miles de personas.

No me considero una persona ingenua. He participado en brigadas solidarias en otros países, y conocido de primera mano situaciones injustas. Participé de forma activa en campañas contra la Europa del capital y la guerra. Vaya, que no considero a la Unión Europea, ni mucho menos, un ejemplo a seguir en lo que a derechos humanos se refiere. Sin embargo, una no puede dejar de sentir perplejidad, asco e indignación al ver, en pleno siglo XXI, lo que está ocurriendo en los campos de refugiados. Y sentir la necesidad de dar testimonio de lo que allí ocurre.

Recuerdo a Nushin, refugiado kurdo, diciendo: “Nos tratan como animales”. En Idomeni la desesperación en el mes de mayo era palpable. Miles de personas que se dirigían al centro de Europa sobre todo a Alemania huyendo en su mayoría de la guerra; quedaron atrapadas en la frontera con Macedonia a finales del mes de febrero, viendo truncadas sus expectativas de una vida mejor. Un campamento que hasta entonces había sido de paso se convirtió en su lugar de vida a la espera de una apertura de la frontera que jamás llegaría.

En situaciones extremas

Las situaciones de salubridad del campo eran precarias con inundaciones frecuentes, inhalación de humos, dificultad de acceso al agua, plagas, procesos infecciosos… El acceso a servicios sanitarios ausente en inicio y con grandes carencias cuando empezó a prestarse por ONG y voluntariado. Mucha gente, que había salido de sus países y cruzado el Mediterráneo poniendo en riesgo su vida pagando a las mafias volvió a recurrir a ellas. Otros intentaban saltar la valla fronteriza y atravesar Macedonia a pie.

Según testimonios recogidos en el punto de atención médica, la policía macedonia actuaba con crudeza de forma habitual, golpeando a los que conseguían cruzar, robando sus pertenencias y devolviendo a la frontera, en Idomeni, a los osados bajo amenazas de muerte. Los que pagaban a las mafias no siempre corrían mejor suerte. De algunas personas no se volvía a saber, y otras, las menos, conseguían atravesar Macedonia y continuar su odisea.

Las amenazas de desalojo eran constantes, y la incertidumbre cotidiana. Mientras, personas de la Agencia de Refugiados de Naciones Unidas (ACNUR) hacían presión de tienda en tienda para invitar a salir a otros campos, llevando unos folletos en los que parecían vender paquetes vacacionales. Los que decidían abandonar eran trasladados en autobuses con el logo crazy holidays, (vacaciones locas, en inglés).

La población asentada tuvo que aguantar rumores, amenazas, salidas a la desesperada para intentar cruzar la frontera que costaron vidas humanas, cargas del Ejército macedonio en territorio griego, situaciones de inseguridad continuas, cargas de la policía griega días antes del desalojo, retirada de los servicios de alimentación o suspensión de la provisión de leche maternizada para bebés, entre otras vejaciones. El día antes al desalojo la zona fue declarada militar impidiendo la entrada a personas extranjeras, a periodistas y a la mayoría de ONG, por lo que no hubo testigos. La gente tuvo que salir casi con lo puesto, entrando en autobuses sin saber su destino, y fue trasladada a campos oficiales militarizados.

Kordelia-Softex es uno de esos campos, donde fueron trasladadas 2.000 personas desde Idomeni los días 24 y 25 de mayo de 2016. El campo se encuentra en medio de ninguna parte, en un lugar inhóspito, sin rastro de vida, junto a una cárcel en una zona industrial a las afueras de Tesalónica. Las tiendas se distribuyen en el interior de una nave industrial abandonada y en una explanada aledaña. Están en línea y numeradas, una detrás de otra, con muy poco espacio entre ellas.

El campo es custodiado y dirigido por militares. El día que entramos no había aún duchas instaladas. Un día después se impidió el acceso libre al campo de personas voluntarias y éste fue vallado. El calor era insoportable ya en el mes de mayo. Otros campos como Giannitsa, Sindos, Kordelia y Kalachori tienen condiciones similares. En el de Neu Kavala Munhir comenta que tan sólo tienen una botella de agua potable por cada dos personas para beber al día. En varios de ellos no hay acceso a pañales ni a leche maternizada para bebés que no tomen pecho.

A todas estas personas, durante meses, nadie les ha informado de su derecho a pedir asilo. El proceso de preregistro comenzó en junio y se presenta lento. Hasta su resolución pueden pasar incluso años. Durante ese tiempo la Unión Europea va cambiando las condiciones, como si se tratara de un juego arbitrario. Así, las personas de origen iraquí que no pudieron hacer el trámite antes del 1 de julio se arriesgan a ser devueltas a su país de origen, ya que desde esta fecha la Unión Europea lo considera “país seguro”. Los y las afganas no tienen reconocido el derecho de asilo, y tampoco acuerdo para la repatriación, por lo que pueden estar allí el resto de sus vidas.

“Parecido a Auschwitz”

Hace poco escuchaba un conmovedor testimonio por la radio de una persona voluntaria en Grecia, que decía: “Esto es lo más parecido a Auschwitz que he visto en mi vida”. Tal vez la comparación parezca inapropiada. Desde luego, en los campos no hay ni cámaras de gas, ni política de exterminio de la población, ni trabajos forzados.

Sin embargo, se atraviesa el delicado límite del respeto a la dignidad humana. Y cuando las personas dejan de existir para pasar a ser cosas, “otros” que no merecen derechos ni una vida digna, se traspasa un límite peligroso y tenebroso. A partir de ahí, todo empieza a ser posible. Y la política de la Unión Europea respecto a este tema lo ha traspasado ya con creces: dejando de forma pavorosa que fallezcan miles de personas en su intento de atravesar el mar, cerrando las fronteras y favoreciendo, por activa y por pasiva, el maltrato sistemático y la violación de derechos fundamentales de las personas refugiadas, en lugar de darles abrigo y garantías.

Desde el punto de vista psicosocial, tener a personas que huyen de conflictos armados o de violencia socioeconómica en la situación que se encuentran estos campos es traumático por partida doble. La ausencia de servicios básicos, con escasas posibilidades de gestionar lo cotidiano, sin autonomía para decidir sobre sus propias vidas y sin nada más que hacer en todo el día, en lugares inhóspitos, custodiados por militares, hacen que parezca que muchos de los campos están pensados para minar la salud mental.

Sin embargo, a pesar de la crudeza de las circunstancias, la vida se abre paso y la capacidad de resistencia, resiliencia y solidaridad tienen su espacio. Los estereotipos se tambalean y caen por su propio peso: el de víctima, y también el que muchas veces atribuye, con poca fortuna, a la población musulmana, un carácter fanático e intolerante. Allí conviven gentes de diversas clases sociales y de diferentes orígenes (sirios, kurdos, afganos, iraquíes, iraníes, etc.), que son como cualquiera de nosotros. Con sus inquietudes, sus familias y vínculos, sus hobbies, sus teléfonos móviles, sus redes, sus estudios…

Algunas iniciativas autoorganizadas desde la propia población refugiada se abren paso. En Idomeni había un espacio para el cuidado de las mujeres, o un comedor cuyas comidas eran cocinadas por mujeres sirias. E iniciativas solidarias como el baby hammam (espacio para el baño y cuidado de los niños), el solidari tea, donde se podía tomar un té sin coste alguno, el cultural center, las escuelas informales, los conciertos, la yellow tent, en la que desarrollábamos nuestra labor sanitaria y muchas más… Particulares y colectivos griegos, entre los que destaca el movimiento anarquista, han dado acogida a familias refugiadas, han ocupado espacios abandonados para habilitarlos como viviendas y centros de acogida, y se han implicado en la denuncia política de la situación.

La caravana solidaria a Grecia este verano ha ayudado a visibilizar el conflicto y a hacer presión política. También diversas iniciativas particulares y colectivas están dando apoyo material, económico y de personas voluntarias. Al mismo tiempo se hace presión para conseguir la salida de personas en situación de especial vulnerabilidad, y se continúa con la denuncia de las políticas europeas. Las propias personas refugiadas se han manifestado activamente y han protagonizado actos de protesta.

Mientras tanto, la Unión Europea y nuestros gobernantes siguen dando largas, jugando con la vida de la gente, violando derechos humanos, obviando su responsabilidad y cargando a Grecia, un país devastado por los recortes de la Troika, con la gestión de la crisis. La falta de memoria y de escrúpulos, junto al preocupante ascenso de movimientos fascistas hacen posible que se repita la trágica y cruenta historia de hace no tanto tiempo en tierra europea. El manejo de la crisis de los refugiados es, sin duda, un paso inequívoco en esa dirección.

[1] Médica voluntaria con la organización Bomberos en Acción en el campo de refugiados de Idomeini (Grecia), en mayo de 2016