Una activista relata su vida en el pueblo, tras años en la ciudad, y reflexiona sobre las personas que deciden volver al medio rural.

P.T., activista de Ecologistas en Acción. Revista Ecologista nº 93.

Me crié en la periferia de Madrid. De pequeña no me llevaban de vacaciones al pueblo para salir con la chiquillada porque a mi padre no le gustaba el pueblo y mi madre, por supuesto, cedía. Por eso, pasábamos las vacaciones dando largas caminatas por los diversos montes y cordilleras que salpican la Península. Me enfadaba mucho porque no entendía eso de tener que subir hasta ‘el final del mundo’ de cima en cima y tiro porque me toca… Sin embargo, con los años, esto me hizo vincularme a la tierra, ser sensible por lo que nos rodea, y comprender que sólo somos una parte de esta inmensidad.

Mi vida en el pueblo. Collage P.T.

Con los años, continué esa buena costumbre de salir al monte. No faltaba una guía de aves y árboles en mano, junto con los prismáticos, y gente desconocida para recoger semillas, observar o censar aves.

Aunque me considero una urbanita que ha disfrutado de las bondades de la ciudad: , conciertos, amistades, gente que va y viene, actividades… y mucho más, siempre me ha tirado el monte, el campo. Mis ancestros se dedicaban al ganado y a la agricultura. Al igual que gran parte de la población española, fueron emigrantes en su propio país y con el éxodo rural buscaban el porvenir, la prosperidad envenenada y efímera. Mis abuelos salieron del pueblo con ‘una mano delante y otra detrás’ y en unos años tenían varios pisos, a base de mucho sudor y muchas horas de trabajo. Mi abuela seguía una vida muy austera. Era una hormiguita que sólo vivía para recaudar y poder sacar adelante a sus hijas.

A mi abuelo, con cinco años, su padre le mandaba cuidar el ganado solo por la dehesa, lloviera o cayeran rayos y truenos. Por eso, en cuanto tuvo la mayoría de edad, se casó y se fue para la ciudad con mi abuela. Necesitaba demostrarle a su padre que valía para mucho más… Tuvieron tres hijas y siempre hacía comentarios apenado por no haber tenido algún hijo varón al que enseñarle de mecánica. Sin embargo, a sus hijas, a los 14 años, las puso a trabajar pensando que no valían para estudiar. Esas mujeres lucharon y siguen peleando para encontrar su camino, al igual que yo misma.

Después, mi madre mantuvo el olivar de su abuela, por supuesto, sujeto a conflictos familiares. Todos los años íbamos varias veces para desbrozar, podar, abonar cuando tocara y a recoger las aceitunas. Esto nos proporcionaba aceite de oliva para toda la familia durante todo el año. Siempre lo cuidamos de la forma más respetuosa posible, éramos ecológicos sin sello. Sin embargo, teníamos a los vecinos, amigos del herbicida al acecho.

Esto creaba desencuentros, pues regaban con el ‘milagroso’ líquido más allá de la linde. ¡No fuera a pasarse a su olivar, con aspecto de Chernobyl, nuestra bendita hierba que albergaba millones de lombrices, escarabajos, todo tipo de ‘malas plantas’ y pequeñas aves insectívoras como mirlos, chochas perdices, y un largo etcétera! Pero nuestros vecinos nos comentaban lo duro que era aquello y que era mucho mejor que nos quedáramos en la ciudad.

El amor al campo

El tiempo me ha situado en una zona rural de la Castilla ‘profunda’. Los motivos para mudarme han sido puramente sentimentales. Ya sabemos todas que las mujeres vamos buscando esa media naranja que nos hace sentir plenas. Ese amor verdadero que nos llena. En mi camino, me crucé con un ganadero que trabaja de sol a sol y nos juntamos. Siempre creí que era una oportunidad para los dos, puesto que a mí me gusta el campo y él solo vive del campo. ¿Será fácil esta aventura?

Cuando las urbanitas salimos de visita a los pueblos, lo que más nos gustan son las vistas, el color de los campos de cereal, las encinas, las montañas y sus vacas, o el pastor con su zurrón. Quién no tiene esa imagen placentera de estar frente a la chimenea, viendo como llueve detrás de la ventana, tumbada en la acogedora hierba debajo de un gran árbol o disfrutando de largas caminatas con el perro…, de las gallinas cacareando, escuchando el río o el rugir de los árboles.

Pero dejando a un lado el mal idealizado mundo rural y ahondando en el límite de lo rural y lo urbano, me he encontrado con barreras culturales dentro y fuera de casa. Barreras educativas, distintas perspectivas y formas de ver la vida. La palabra «sacrificio» aun cala en las mentes de las personas que trabajan y viven de la tierra. Podemos oír comentarios como: «Es necesario dejarse el espinazo si quieres vivir del campo». Es muy duro.

Antes vivían con poco. Con 50 ovejas podía mantenerse una familia, había un calendario intenso en primavera, verano, otoño y en invierno se paraba para hacer otras labores. Incluso se podían dedicar a la artesanía. Hoy día, en la búsqueda de la productividad del mercado, se hace necesaria la especialización.El sistema capitalista ha pervertido todos los modos de vida que convivían en el territorio de una forma sostenible.

Después de analizar esto, me di cuenta de que no quería ser ganadera, ni montar una quesería, porque mi idea de negocio radicaba más en lo social, pero tampoco había gente suficiente en el pueblo para dedicarme a ello. Por eso seguí con mi implicación ecologista. Pero lo de ser ecologista en un pueblo es harto duro. No se te ocurra proclamar que eres ecologista porque te llamarán «ecolojeta».

Lidiar con tu pensamiento y el modo de pensar bastante conservador de los pueblos, supone una lucha encarnizada. Saben que la modernidad está matando al campo, pero piensan que no se puede hacer nada y que vamos directos al caos. No quieren hacer nada. Si les propones actuar, te dicen que para qué y lo más importante: ¿Qué puedes aportar tú? No valen discursos, valen ejemplos.

La media naranja

Volviendo al tema de la búsqueda de mi media naranja, por el camino me encontré con mi otro yo. Mi media naranja debía buscarla en mi interior. La felicidad nos acompaña siempre que queramos dejarla paso. Por eso, todos los días busco mi media naranja en el «bien ser estar». El vacío que nos atormenta se llena con nuestra reflexión y búsqueda del ser. Pero estamos hechos para socializar, y eso a veces, se hace difícil.

Por otro lado, necesitaba «saber hacer». Nos faltan herramientas para desenvolvernos con nuestras manos, con los recursos de los que disponemos. Nos falta experimentar día a día y dejar a un lado la inmediatez, pero el sistema nos absorbe y no nos deja reflexionar. Nos hace dependientes de lo innecesario. Además, las mujeres siempre tenemos la maternidad persiguiéndonos. Hace que nos sintamos mal, genera muchos conflictos internos: «Quiero hijos, suplico hijos antes de que se me pasen los 40; no los necesito para ser feliz, son como una garrapata, pero ¿cómo no voy a criar un churumbel? Suma y sigue.

La última reflexión. ¿Es más fácil ser resiliente en un pueblo que en una ciudad? El límite campo-ciudad cada vez es más estrecho, puesto que el modo de vida de las ciudades es el globalizado y se replica en los pueblos.Incluso podríamos decir que una persona de un pueblo realiza más desplazamientos en vehículo privado que una persona que vive en una ciudad y se mueve en bici o en transporte colectivo.

Por otro lado, los recursos están a tu alcance si tienes facilidades para conseguirlos. El problema es que hemos perdido las raíces, el conocimiento y las relaciones personales suelen ser complicadas. Eso hace que seamos un inmigrante más que tiene que adaptarse o pasar desapercibido en un pueblo que tiene sus propias tradiciones, su cultura, sus relaciones sociales establecidas y, por cierto, bastante rígidas y estancas.

Las diferencias no tienen que valernos para alejar a las personas. Hay que empezar a actuar, a cambiar los modelos de economía establecidos. Debemos pensar en la comunidad, en el procomún y el colectivo acaba embebiendo a toda aquella que lucha por lo local, por la tierra. Sólo necesitamos tiempo, esfuerzo y confianza en nosotras.