La crisis climática no se solucionará con eufemismos.

Pedro Padilla Zagalaz, Ecologistas en Acción. Revista El Ecologista nº 88.

Los dirigentes políticos de los países que participaron en la XXI Conferencia Internacional sobre Cambio Climático no parecen darse cuenta de que el calentamiento global es una amenaza de dimensiones catastróficas que provocará la extinción masiva de especies y la transformación drástica del orden natural de los ecosistemas, la diversidad que conocemos dejará de existir. Con esto, y tras una retahíla de compromisos volátiles y de afirmaciones que no llevan a ninguna parte, los poderes institucionales siguen sin aportar herramientas que pongan freno al colapso.

Los medios de comunicación de todo el mundo se han hecho eco, con gran entusiasmo y profusión de detalles, del acuerdo alcanzado entre los diferentes países que participaban en la cumbre del clima celebrada en París el pasado mes de diciembre.

El acuerdo, que alegremente ha sido calificado por muchos de histórico, se limita a manifestar la voluntad de las partes de realizar un esfuerzo que evite superar la elevación de la temperatura media del planeta 2ºC al final del siglo. No obstante, pese a los llamativos titulares de algunos medios, dicho acuerdo, que deberá ser ratificado la próxima primavera y que no entrará en vigor hasta 2020, no supone ninguna obligatoriedad legal en cuanto a las medidas concretas que cada estado deba implementar para alcanzar este objetivo ni, por tanto, incluye mecanismos sancionadores para quien lo incumpla.

Poco tiene de histórico un acuerdo que a la hora de la verdad a nada ni a nadie compromete. Plagado de expresiones y referencias ambiguas o claramente equívocas del tipo “lo antes posible”, “desarrollo sostenible”, “aportaciones voluntarias”, el texto aprobado no parece ser sino más de lo mismo; una nueva repetición de viejos planteamientos irresponsables; una falta de compromiso real por parte de todos ante un problema que amenaza seriamente, y cada vez de forma más cierta, la vida del planeta tal y como la conocemos desde hace miles de años.

En 2013, el científico y profesor de la Universidad de Oxford, Stephen Emmott publicó un libro titulado Diez mil millones (Anagrama), a partir del cual posteriormente se realizó un documental con el mismo título. El argumento que esgrime resulta de lo más inquietante. Si ahora mismo –viene a decirnos Emmott– supiéramos que un meteorito de grandes dimensiones se dirige a la Tierra, y que de forma inevitable impactará contra nosotros el día 3 de junio de 2080 acabando con el 70 % de la vida del planeta, todos los países, todas las instituciones políticas y económicas, la comunidad científica internacional, se pondrían a trabajar de forma inmediata para intentar evitar la catástrofe.

El cambio climático provocará –está provocando– cambios sustanciales y posiblemente irreversibles en los ecosistemas terrestres y marinos, variaciones sustanciales en el nivel del mar, importantes modificaciones en las corrientes marinas; está incrementando la frecuencia y la virulencia de fenómenos meteorológicos extremos en lugares en los que dichos fenómenos no se habían manifestado nunca antes. El calentamiento global está ocasionando migraciones masivas de personas que ven sus hogares inundados por las aguas, o sus tierras, antes fértiles, convertidas en estériles desiertos.

Del mismo modo que si del impacto de un meteorito se tratara, el cambio climático está modificando la vida en la Tierra. Según un estudio de la Universidad de Connecticut (EE UU), cerca del 16 % de las especies de todo el mundo –es decir, una de cada seis– desaparecerá si las emisiones de gases de efecto invernadero continúan creciendo como hasta ahora. La última extinción de este nivel que experimentó el planeta fue hace 65 millones de años, cuando desparecieron los dinosaurios.

La única diferencia con el impacto de un meteorito es que en este caso desconocemos la fecha exacta en que la situación alcanzará un punto de no retorno, entre otras cosas, porque tal fecha no existe, pues nos encontramos ante un proceso continuado que durará décadas.

Siempre habrá alguno a quien todo esto le parecerá exagerado. Sin embargo, alguien tan poco cuestionado como Stephen Hawking no hace mucho afirmaba que junto a los virus modificados genéticamente y la amenaza nuclear, el calentamiento global se ha convertido en un grave obstáculo para la vida en la Tierra.

Ante este escenario, sin embargo, los estados, y sobre todo el poder económico dominante, siguen mirando para otro lado como si la cosa no fuera con ellos. A cambio, nos venden gestos meramente publicitarios y declaraciones grandilocuentes como si de hechos históricos se trataran.

Así las cosas, vista la clase de dirigentes políticos que tenemos; vista la miopía, o el egoísmo, o la estupidez, o todo junto a la vez, del poder económico que rige el planeta, parece que poco se puede hacer.

Resulta ilustrativo el título del último libro de Naomi Klein, Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima (Paidós). Efectivamente, hay cierta confusión en el enfoque que se da a este asunto. El cambio climático no es exactamente el problema, más bien es la consecuencia; el verdadero problema es el capitalismo. En realidad, siempre lo ha sido. Pero especialmente desde el inicio de la llamada “revolución conservadora”, iniciada a principios de los ochenta por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, el capitalismo –ahora en su versión corregida y aumentada, el neoliberalismo– se ha convertido en un escollo, tal vez insalvable, para el futuro del planeta, al menos en lo que a la supervivencia de numerosas especies, entre ellas la humana, se refiere.

Pretender que el mismo sistema económico y cultural que nos ha conducido a este estado de cosas aporte las soluciones a la situación creada, en contra de su propia esencia, de su razón de ser, es una ingenuidad, una estupidez o un ejercicio de cinismo.

Creo que esto es así por varias razones. Por un lado, por tratarse de un sistema económico –único vigente hoy en día– basado en el crecimiento continuo; concepto absurdo en un mundo físicamente finito y sujeto a las inexorables leyes de la entropía.

Se trata así mismo, de un sistema que favorece sin el más mínimo reparo, y de forma cada vez más descarada, a unas élites extractivas en detrimento de la inmensa mayoría de la población del planeta. Unas élites más voraces, más egoístas y más distanciadas que nunca de la realidad. Unas élites, en definitiva, a las que les importa muy poco que el planeta se vaya al traste y con él todos nosotros, porque desde la soberbia que les confiere su estatus preferente creen poder mantenerse indefinidamente a salvo de la crisis ambiental y del caos social que el cambio climático, inevitablemente, traerá consigo.

Por último, y en línea con todo lo anterior, el capitalismo salvaje que hoy predomina en el mundo no puede ser la solución al calentamiento global porque conlleva necesariamente una merma y un deterioro de la democracia; una reducción del estado frente al poder omnívoro de las multinacionales. La experiencia reciente desmonta para siempre aquella idea idílica y para nada ingenua de que capitalismo y democracia caminaban juntos de la mano.

Esto resulta de vital importancia, pues es la democracia, el derecho de la sociedad a determinar su futuro, la única arma de que la ciudadanía dispone para enfrentarse a la prepotencia y a la depredación de los poderosos. Sin democracia real, sin esta posibilidad de que sea el pueblo quien libremente decida su destino, poco se podrá hacer para evitar lo que parece inevitable.

También están quienes, depositando inocentemente su más abnegada fe en la ciencia/religión, abogan por pretendidas soluciones tecnológicas de última hora, las cuales, en el supuesto de que fueran realmente eficaces, no parece que pudieran llegar a tiempo para resolver la situación.

Solo un cambio radical del modelo económico, una modificación sustancial de nuestro modo de vida y hábitos de consumo, podría tal vez evitar el desastre.

¿Es esto posible? ¿Tendrán nuestros gobernantes la claridad de ideas y la determinación suficientes para promover cambios estructurales que de forma inevitable les perjudicarían en las urnas? ¿Lo permitirían los poderes económicos que irremediablemente verían mermadas sus ganancias inmediatas y su capacidad de control? ¿Querríamos nosotros, beneficiados y víctimas a un mismo tiempo de una sociedad de consumo en la que se nos ha educado y que casi ha llegado a formar parte de nuestro propio genoma?

Rob Hopkins, fundador del movimiento Transition Towns, dijo en cierta ocasión: “Nos hemos convertido en la generación más inútil. Fuimos educados para vivir en un mundo que desaparecerá muy pronto”. ¿Haremos buena esta afirmación, o finalmente seremos capaces entre todos de detener el meteorito?