Diseño urbano con criterios ecológicos, geográficos y sociales.

Josefina Gómez Mendoza, Geógrafa; miembro de la Academia de la Historia. Revista El Ecologista nº 38.

Ciudades desnaturalizadas y deslocalizadas

La ciudad moderna quiere expulsar a la naturaleza hasta sus confines, pero la naturaleza y los procesos naturales no dejan nunca de estar presentes. La ciudad histórica es la que mejor traduce el paisaje natural mientras que la contemporánea trata de transformar el medio hasta casi borrarlo. En la ciudad contemporánea se ha optado por la tecnología: ríos dominados, riberas hormigonadas, cauces canalizados o soterrados, junqueras rellenadas, montañas y cerros horadados por túneles, explanaciones de grandes áreas, islas de calor, vegetación artificial, paisajes uniformes, materiales extraños al lugar… En definitiva, destrucción de la vida y de la diversidad, esterilización, solución de algunos problemas y creación y traslado de otros puertas afuera.

Esta ignorancia de los procesos físicos y ecológicos en la ciudad obedece a muchas causas, entre otras a que la planificación y el diseño han respondido a criterios exclusivamente ingenieriles, con olvido de los ecológicos y geográficos. Ya en 1969, Ian McHarg decía en su libro pionero Design with Nature, que desde el siglo XIX, “la tarea del diseño [y de las obras públicas] se encomendó en exclusiva a aquellos que, por instinto y formación, son más propensos a abrir (gouse) y coser el paisaje y la ciudad sin sentir remordimientos: los ingenieros” [1]. Se habrían tenido en cuenta casi únicamente consideraciones de eficiencia y coste-beneficio, en detrimento de otras de distinta índole. Pero prescindir de los procesos naturales, no significa que se eviten, que desaparezcan: antes bien en nuestros entornos urbanos aparecen procesos y ambientes naturales y naturalizados, lo que pasa es que fuera de conocimiento y de control.

Todo ello nos ha convertido en sociedades urbanas alienadas de los valores ambientales, que toleramos la desnaturalización urbana y de paisaje y que soportamos la esterilización de nuestros entornos; probablemente lo hacemos a cambio de tener unas condiciones de movilidad que nos permiten ir a buscar y encontrar nuestras ansias de naturaleza lejos de los centros urbanos. Sociedades dotadas de la suficiente movilidad para relegar la naturaleza a las periferias urbanas, a ámbitos regionales o incluso suprarregionales.

Hay más. Con ritmo acelerado, nuestros paisajes cotidianos van perdiendo singularidad, como si quisieran reducir su historia y hacerse homogéneos; parafraseando a Julio Caro Baroja, van sujetando el país y la historia a la técnica. Las piezas urbanas se yuxtaponen y se sobreimponen sin adaptación, como fragmentos desordenados y contrastados. Paisajes y edificios nuevos, a veces copiados, importados, vienen a adosarse, sin enlace, a las piezas anteriores, más antiguas. Las ciudades centrales se convierten así en parques temáticos, los ciudadanos en audiencias. Edward Relph, el gran crítico de los paisajes urbanos de la modernidad [2], ha utilizado el término de heterotopia para esos paisajes extremos de las ciudades turísticas o recreativas, como Las Vegas o Benidorm, donde los elementos son copias miméticas y extravagantes de otras culturas y de otros tiempos –el Acrópolis de Atenas, las pirámides de Egipto, los canales de Venecia, los bulevares del París haussmaniano…– evitando el más mínimo intento de adaptación al lugar, al país.

El manejo tradicional de los recursos ambientales en la ciudad: espacios y paseos arbolados

No se trata de hablar en este artículo de esas geografías confusas del presente. Pretendo traer a colación, por el contrario, que en las ciudades tradicionales, por otra parte en muchos sentidos tan inhabitables como insalubres, hubo soluciones de diseño urbano más atentas a los procesos naturales y al medio. Por atenernos a nuestra tradición europea mediterránea, se pueden mencionar las huertas, los paseos, las arboledas, los parques y los jardines, todo lo que el urbanismo bautizó más tarde con el término más intencionado, pero también insulso y neutro, de espacios verdes.

En el estudio en el que se basa este texto [3] se analiza con cierto detenimiento el caso de Madrid, que resulta interesante y singular en cuanto a tradición ambiental basada en la creación y en la conservación de espacios arbolados. A Madrid, residencia real y capital del reino y del Estado se le quiso conferir, sobre todo en el reinado de Carlos III y el periodo isabelino, una calidad urbana acorde con su rango, a partir de unas condiciones de especial penuria.

Una de las claves del desarrollo y carácter de los espacios arbolados madrileños reside en el Patrimonio Real. Las posesiones reales tenían una enorme importancia superficial, ambiental y paisajística ocupando más de la tercera parte del término municipal y una superficie triple de la del casco antiguo. Además, el conjunto Palacio Real-Casa de Campo, a poniente, y Jardines del Buen Retiro, a naciente, marcaron durante mucho tiempo los límites de la ciudad hasta el punto de forzar su expansión en sentido norte-sur. Pero la influencia de los Sitios Reales no se detiene en los más cercanos; todos y cada uno de ellos han trascendido en mayor o menor medida, y antes o después, sobre la naturaleza madrileña. Los más de 16 palacios, jardines y bosques que se encuentran en un radio de menos de 100 km de la capital constituían una red de sitios con voluntad de ordenar el territorio, uniéndolos con una verdadera trama de naturaleza urbanizada.

Una de las soluciones de diseño manejadas con más éxito con este fin fueron los paseos y calles arboladas. En Aranjuez, verdadero “sitio real rural”, las calles arboladas se ampliaron para limitar paseos y huertas, convirtiéndose en un elemento canónico del tratamiento vegetal y caminero del espacio dieciochesco y logrando que a lo largo de su recorrido se sucedieran gradualmente los paisajes así como conectar el medio palaciego y el medio rural. El modelo fue trasladado por iniciativa real a los paseos públicos periféricos de Madrid, para conectar los sitios entre sí, o seguir el río, y también en las anchas avenidas radiales meridionales y en las rondas. La pieza sobresaliente fue el paseo del Prado, desde la puerta de Recoletos hasta Atocha, con modelo de salón, instalado previo saneamiento del arroyo, con grandes olmos y cumplimiento estricto de un número importante de riegos, etc.

El modelo fue fecundo en resultados. Cuando el ayuntamiento madrileño va creando sus propios paseos lo hace con calles arboladas: como trama urbana, como paseo y como circulación (las rondas, paseo de Recoletos y Castellana, paseos de Chamberí, etc.) La construcción de estos nuevos espacios y de sus arboledas fue trabajosa por muchos motivos, sobre todo por la dificultad para el Ayuntamiento de disponer de suelo, de agua y de autonomía de gestión. Pero la inflexión más grave sobrevino cuando en torno a 1850 se produjo un cambio fundamental en la concepción administrativa de los arbolados madrileños: se puso entonces en entredicho su tradicional vinculación a los paseos, o dicho de otro modo, los paseos perdieron su anterior significado arbóreo y caminero, para mantener exclusivamente el circulatorio. Los ingenieros de caminos municipales que venían propugnando desde hacía tiempo la reunión de los servicios de caminos y paseos (alegando a la importancia en ambos casos de la fontanería, lo que era cierto en una ciudad desprovista todavía del agua del canal) lo consiguieron, ganando la batalla a agrónomos y botánicos que se oponían.

El caso se repitió en muchas ciudades españolas con mayores repercusiones de lo que podría pensarse. Una solución de diseño ambientalmente correcta cambia de significado para plegarse al triunfo de la circulación como base del urbanismo. Se perdían algo más que las gradaciones de paisaje que permitían los largos paseos arbolados, algo más que la transición que lograban en los más significativos entre el espacio edificado y el espacio rural: se perdía su significado de paseo con manejo de la vegetación y del clima.

Algunos de los grandes jardineros precursores del buen paisajismo como Xavier de Winthuysen, Nicolás Rubió i Tudurì o Forestier, han añorado las avenidas paseo valorándolas en toda su dimensión de paisaje. Decía Forestier: “Las avenidas-paseo son vías de comunicación y de acceso agradables. Permiten no interrumpir nunca el paseo. Pueden contribuir a valorizar los puntos de vista, los márgenes fluviales, los paisajes interesantes y pintorescos” [4].

Higienismo, movimiento moderno y espacios verdes

Los problemas de salubridad y de hacinamiento de las ciudades industriales motivaron toda una doctrina y una práctica urbanizadoras que instrumentaron el higienismo como aireación, ventilación y “pulmones” verdes. Creo que en ello radica en parte la desnaturalización urbana.

En conjunto, se puede decir que a lo largo del siglo XIX se va pasando de unos puntos de vista más arquitectónicos, ornamentales y paseístico-recreativos, que eran los de la Ilustración y sus postrimerías, a otros más ambientalistas e higienistas. La ciudad burguesa que se va configurando desde la instauración del Estado liberal concibe los espacios verdes como “depósitos de aire en el espacio edificado”, y a los árboles como “agente poderoso de higiene pública”. Son palabras de Castro, el ingeniero autor del plan de Ensanche de Madrid de 1860 que se pueden encontrar en términos parecidos en muchos otros escritores y planificadores de la época. Ildefonso Cerdá, el más grande de todos ellos, concebía los espacios urbanos arbolados como “espacios regeneradores de aire”, que se debían ordenar en sistemas de parques, squares y jardines.

Pero este sentido ambiental es compatible con un espíritu urbanizador poco sensible a los procesos ecológicos y las singularidades del lugar. Para Cerdá, urbanizar consistía ante todo en “desmontar para conducir al cultivo urbano” (el énfasis es mío). Si algo se le podía reprochar a la “topografía artificial” de Madrid era el no ser lo suficientemente artificial, que el “genio del hombre civilizado” no se hubiera manifestado del todo contra “la naturaleza agreste [dominando y subyugando] sus obstáculos y dificultades.” En su clásica utopía de “rurizar la ciudad y urbanizar el campo” no cabía desde luego el entendimiento de los procesos ecológicos y geográficos, más allá de la saludable aireación [5].

Los parques de la ciudad burguesa –más allá de la genialidad de creaciones como las de Olmsted– se convierten en instrumento de civilización y progreso, pero por un lado como instrumentos de “moralización e higiene” y por otro como “campos urbanos”, ciudades de árboles y arbustos. Pérez Galdós lo supo traducir en una frase rotunda, refiriéndose al Parque del Retiro de Madrid: “naturaleza desvirtuada por la corrección”. La mal llamada jardinería paisajista no debe llamar a engaño: aún estaba más desvirtuada en este caso por la moda. Piénsese en la proliferación de céspedes en ciudades mediterráneas y sedientas.

Facilitar la circulación y el transporte se convirtió, al menos en un primer tiempo, en la clave del urbanismo. El tratado de Cerdá para la reforma del Madrid antiguo complementaria al ensanche se llama Teoría de la viabilidad urbana y a Arturo Soria pertenece la rotunda afirmación de que del problema de la locomoción se derivan todos los demás.

El movimiento moderno condujo estas premisas del primer urbanismo higienista a su exaltación. La Cité Radieuse de Le Corbusier es la edificación de la ventilación y del soleamiento. De la Carta de Atenas se deduce que lo importante de los espacios abiertos es que existan en grado suficiente; dicho en otros términos, la presencia y la visión de espacios verdes bastaría para establecer la relación del hombre de la ciudad y de la naturaleza.

De modo que en las ciudades verdes se pierde el ideal de escenificación o de puesta en escena del conjunto edificado desde las vías de circulación. Se pierden también los requerimientos de respeto y buen tratamiento del agua, de la vegetación y de las condiciones térmicas y pluviométricas. La ciudad y sus barrios tienen que cumplir unos estándares de equipamiento en espacios abiertos cuyo “verde” es adjetivo: se convierte así en un equipamiento más.

Sin duda el movimiento moderno sí manejaba al menos el clima y los microclimas. Faltaba todavía mucho para la arquitectura y el urbanismo “inteligentes” para este cambio de siglo y de milenio, en los que se empieza por ignorar las condiciones ambientales y climáticas del lugar, cuando no por empeorarlas, para luego “resolverlas” por medios de calefacción y refrigeración artificiales. Más que inteligencia artificial, necedad ambiental y geográfica, diría yo. Michael Hough, otro gran teórico del diseño urbano ecológico expone un resultado de investigación: el equivalente mecánico de la transpiración de un árbol de 450 litros/día son cinco aparatos de aire acondicionado funcionando 19 horas al día. Con el inconveniente adicional de que el refrigerador expulsa aire caliente hacia fuera y usa energía eléctrica [6].

Defensa del paisaje urbano y del lugar

Antes de recapitular, no quiero dejar inconclusa la revisión ambiental y geográfica de la historia de la naturaleza urbana de Madrid. Mi hipótesis es que a medida que se marcaban los desequilibrios en las dotaciones de espacios abiertos y verdes y se confirmaba la segregación social, a medida también que se imponía una jardinería banal y conformista [7], de praderas y mosaicocultura, los madrileños buscaron la naturaleza más lejos, en el Guadarrama.

La Sierra de Guadarrama aparece, con el progreso de los tiempos, como el verdadero y definitivo “Parque de Madrid” y con ello, el movimiento de los parques nacionales resulta ser un movimiento de civilización y de progreso de raíces urbanas. Bernaldo de Quirós hace explícita la intención: “Madrid debe seguir avanzando, dice, hacia el Guadarrama hasta compenetrarse y fundirse con él en una simbiosis perfecta del monte y de la ciudad, que asegure a todos los necesitados, no a una minoría de elegidos, el supremo bienestar de la vida que puede procurarse de esta alianza” [8]. Y el mencionado Winthuysen confirmaba que con mayores medios de comunicación, las ciudades se reducirían y los ciudadanos podrían respirar en la naturaleza.

Pero no dejaba de constatar en un ejercicio de gran clarividencia para la época oportunidades contrariadas o desdeñadas en cuanto a calidad urbana basada en los recursos naturales. Una de las más evidentes había sido la Moncloa, paraje de vistas y cielos maravillosos, que había sido cercenada y desmembrada por todas partes cuando debería haber ser respetada como el verdadero parque natural de Madrid. “Las puestas de sol desde estos lugares son tan maravillosas que se las cita en guías extranjeras; pero, pese a la esplendidez de estos paisajes de sello particularísimo y finos matices, con una falta absoluta de sensibilidad y de comprensión se los destroza cada día con nuevas obras, que estropean su conjunto y grandeza” [9]. Proceso del que no indultaba a la ciudad Universitaria.

La otra gran ocasión perdida habría sido la canalización del Manzanares, obra de ingeniería de gran monotonía y sequedad que privó a Madrid de la belleza de la circulación de agua, por modesta que esta fuera. Se podría haber hecho un parque fluvial, con menos cemento y más naturaleza, desde los puentes a Palacio, un parque de cintura de los que prestigian a las ciudades: una sucesión ininterrumpida de espacios que, considerados en su conjunto, podrían haber compuesto un parque extensísimo, cruzado en toda su longitud por el río. “Difícilmente habrá alguna [ciudad] que topográficamente tenga mejores condiciones que Madrid para estar rodeada de bellezas” decía el mismo autor. Poco provecho se le ha sacado, sin embargo, desde el punto de vista natural y estético a esta topografía.

Concluyo ya. Los procesos naturales siguen estando presentes en la ciudad y la naturaleza es proteica. Conocer estos procesos y aprovecharlos, valorar los paisajes a través de los cuales se expresan, sigue siendo no sólo conveniente y útil, sino incluso una necesidad ética y estética. Por mucho que técnicas, usos y valores hayan cambiado, no es inútil estar familiarizado con el manejo tradicional de los recursos, sobre todo porque fue elaborado a propósito y de propósito para un lugar, para un sitio.

Cuando la ingeniería de caminos desplazó a la de paseos, cuando el urbanismo se hizo circulación, cuando el movimiento moderno redujo el higienismo a aireación y los árboles a pulmones, mucho era lo que se estaba progresando, pero otras soluciones y otras concepciones quedaban arrumbadas, y se aceptó y reforzó la segregación social dentro de las ciudades.

Se ha ido después al reencuentro de la naturaleza en los reductos donde se la quería confinar, los espacios naturales protegidos, puestos a disposición de los ciudadanos por la revolución de los transportes y las medidas de acceso y de conservación. La vieja idea de los visionarios de urbanizar el campo y de rurizar la ciudad se ha logrado en parte extendiendo el ámbito territorial de los ciudadanos, cambiando la escala de nuestro marco de vida, reduciendo la urbanidad para los habitantes del campo a disponibilidad de servicios (lo que no es poco) y a veces caricaturizando y banalizando lo rural, desposeyéndolo de su razón de ser y de su calidad paisajística. En el conjunto de los territorios urbanos y periurbanos hay que garantizar la presencia de la no-ciudad, es decir de medios forestales, agrícolas, acuáticos, húmedos, con la suficiente naturalidad.

En la ciudad, la técnica se puede utilizar para recuperar los recursos naturales y sacar ventaja de ellos. Hay soluciones técnicas que pueden avanzar hacia la sostenibilidad. La técnica no significa necesariamente soluciones duras y traumáticas. El desarrollo sostenible supone diversidad ecológica, geográfica y social y supone que se trabaje en relación con la naturaleza, y que la ordenación del territorio sea también considerada como una manera de recuperar salud natural.

Refundar el espacio público como lugar de civilidad y de urbanidad, supone también reconocer las formas inagotables de la naturaleza en la ciudad. Sin duda ha habido cambios de mirada que corresponden a mutaciones culturales profundas. Pero eso no quita para que se deba exigir a la ordenación urbana y a la de las infraestructuras que tengan en cuenta la singularidad del lugar y conozcan siempre las dimensiones históricas y geográficas de lo que se va a manejar. Y escuchen verdaderamente a los ciudadanos al hacerlo.

Notas

[1] Relph daba en 1976 un primer toque de atención con su Place and placelessness, Pion, Methuen. En 1987, extendió su reflexión al conjunto urbano moderno: The Modern Urban Landscape, London y Sydney, Croom Helm.

[2] Relph daba en 1976 un primer toque de atención con su Place and placelessness, Pion, Methuen. En 1987, extendió su reflexión al conjunto urbano moderno: The Modern Urban Landscape, London y Sydney, Croom Helm.

[3] Es el discurso de mi ingreso en la Real Academia de la Historia: El gobierno de la naturaleza en la ciudad. Ornato y ambientalismo en el Madrid decimonónico. Madrid, 2003.

[4] Lo dice Forestier en su texto Grandes ciudades y sistemas de parques.

[5] Cerdá, Ildefonso: Teoría de la viabilidad urbana y Reforma de Madrid, 1861. Reedición en facsímil del Colegio Oficial de Arquitectos, 1991. Ver párrafos 74, 137, 338.

[6] El libro de Michael Hough City form and Natural processes (1984) es un clásico. Se ha reeditado con el título de Cities and Natural processes (Routledge, 1995).

[7] Javier de Winthuysen, el que reivindicó la jardinería clásica española y fue autor entre otros de la lúcida e imprescindible Información sobre la ciudad (Madrid) de 1929, reclamaba, en uno de sus atentos artículos a lo que estaba ocurriendo con Madrid en los primeros decenios del siglo XX, verdaderas plazas, “que sean para el vecindario y no para el jardinero”.

[8] Se dice en el epílogo de Sierra de Guadarrama, 1931.

[9] Winthuysen: Jardines clásicos de España. Castilla, 1930: 199.