La importancia de una revista, de un medio informativo en cualquier soporte, corresponde valorarla a sus lectores, lógicamente. Así suele suceder, aunque a veces los lectores proceden a su valoración cuando el medio ha pasado al recuerdo.

Así parece que sucedió cuando El Ecologista dejó de salir en 1980 y muchos de sus lectores valoraron no sólo su gran utilidad, sino su necesidad. No debe suceder lo mismo en esta nueva singladura de El Ecologista, cuyos cinco años de nueva publicación avalan ya su necesidad: independiente de las fuerzas del mercado -publicidad directa e indirecta; presiones de los lobbies e intereses empresariales…- y de los modos del ecologismo foráneo y globalizante, El Ecologista constituye, y lo debería ser aún más en el futuro, un sutil muro ideológico contra la penetración del nuevo desarrollismo ecológico y sostenible.

En nuestra “carta a los que leen El Ecologista” -editorial de esta nueva etapa iniciada en 1999- señalábamos “el uso fraudulento de lo verde y ecológico que se aplica, sin rubor, lo mismo a bancos que a automóviles”. En tan sólo cinco años, esta desvirtuación del pensamiento y de las propuestas ecologistas que culminaron en los Acuerdos de la Cumbre de la Tierra de 1992 en Río de Janeiro, ha llegado a cotas inaceptables. Lejos de ser transmitidos a la sociedad con seriedad y profundidad, dichos Acuerdos, suscritos por nuestro Estado en su totalidad, se han convertido, vaciados de su verdadero contenido, en elaborados eslóganes publicitarios para la implantación y desarrollo de una nueva industria de lo verde y sostenible. El desarrollo sostenible, objetivo de cualquier evento (Forum Barcelona 2004), plan de ordenación urbana, industrial o turístico, o cualesquiera actuación (sólo el ejército no usa este término) ha sido manipulado y desvirtuado como lo fue anteriormente lo ecológico o el reciclaje.

Aclarar esta enorme confusión, si aún estuviéramos a tiempo, sobre la sostenibilidad -aún se sigue confundiendo sostenible con sostenido-, bajo la cual se negocian contratos millonarios que afectan a casi todos los ámbitos de la actividad profesional -urbanismo, movilidad, industria, agricultura, consumo…-, proporcionando pingües beneficios a numerosas personas, muchas de ellas próximas al ecologismo, debería ser uno de los principales objetivos de esta revista en su próximo futuro. Probablemente el eje de discusión que permita aclarar con más éxito este dificultoso asunto de la sostenibilidad, tanto a escala local como mundial, se sitúe en el consumo, algo tan personal y universal que comprende un largo camino entre los inaceptables extremos de la pobreza y la degeneración consumista.

Los límites que no deberíamos traspasar en este camino deben ser establecidos sobre la base del conocimiento de los recursos disponibles y de las consecuencias sociales, económicas y ambientales que su uso produce. Esta información ya la tenemos. El Ecologista debe ser el comunicador por excelencia de esta información y de los correspondientes debates. Dentro de otros veinticinco años seguirá así tan vivo como ahora.