La mayor parte de las centrales españolas se pusieron en marcha sin ellos.

Francisco Castejón y Ladislao Martínez. Revista El Ecologista nº 69.

Aunque una y otra vez la industria nuclear afirma que la seguridad es lo primero, lo cierto es que la mayor parte del parque nuclear español empezó a funcionar sin tener los planes de emergencia operativos, a veces sin ni siquiera estar redactados. Además, los sucesos de Fukushima demuestran que las previsiones de los planes vigentes para nuestras centrales son muy escasas para la enorme magnitud que pueden tener los accidentes nucleares.

La función de los Planes de Emergencia Nuclear (PEN) es proteger a la población que reside en las inmediaciones de una central en caso de accidente. Se activan por tanto cuando las medidas de seguridad de la central han fallado o amenazan con hacerlo. Estos planes son complejos documentos donde se realiza un inventario de todos los bienes disponibles para hacer frente a estas emergencias, se aclara la responsabilidad de las distintas autoridades (desde alcaldes hasta subdelegado del Gobierno, pasando por personal sanitario), se fijan criterios radiológicos orientadores de las distintas actuaciones y, en general, se marcan pautas de actuación para minimizar el riesgo radiológico en el caos que sucede a un accidente nuclear.

Centrales sin planes

En una prueba más de que la supuesta seguridad nuclear es un gran cúmulo de mentiras, conviene recordar que los PEN se activaron en nuestro país mucho después de que las centrales se pusieran en marcha. Si la primera de ellas (Zorita) se conectó a la red en 1968, en un documento oficial [1] que los ecologistas hicimos público en 1987, se reconocía que, en 1982, sólo la central de Ascó disponía de un plan aprobado provisionalmente, que Cofrentes, Almaraz y Trillo no lo habían activado todavía y que Garoña, Vandellós [2] y Zorita carecían de planes de emergencia.

Se señalaba además la total carencia de medios materiales para los planes: no había una red de alerta a la radiactividad digna de tal nombre distinta de la que poseían las centrales nucleares, se carecía de vías de evacuación satisfactorias, no había lugares seguros a los que dirigir a la población hipotéticamente evacuada, los alcaldes de las poblaciones no sólo carecían del mínimo de conocimientos para proceder de forma adecuada, sino que además se negaban a participar en los planes sin obtener satisfacción a ciertas demandas, no se disponía de megafonía de aviso a la población, no se habían realizado simulacros que sirvieran de entrenamiento a las personas…

Cuando más adelante se realizan los simulacros, estos son verdaderos fracasos. Tal es el caso del que se celebró en las cercanías de Trillo (Guadalajara) en noviembre de 2002. Se cometieron una serie de errores como no dotar a los vehículos con los evacuados de un sistema de comunicación en una zona en que el 60% no tenía cobertura para móviles, o colocar el punto de cita en una calle muy estrecha, donde no se podía maniobrar. Se fijó un punto de aterrizaje del helicóptero en un campo embarrado donde la aeronave tenía serios problemas para aterrizar y la gente un difícil acceso. Se fijó de antemano la dirección del viento y se mantuvieron los planes de evacuación a pesar de que esta cambió durante el simulacro. La descoordinación se puso de manifiesto al producirse en primer lugar la evacuación de las personas de una zona que no era, según los planes del simulacro, la más gravemente afectada. Los vecinos de Trillo vieron perplejos como los vecinos del pueblo de al lado eran evacuados antes que ellos. Y todo esto en un simulacro: podemos imaginar lo que ocurriría durante un accidente, con tensiones reales.

Pagamos todos

En el citado documento [1] se estimaba que era precisa una inversión inicial de poco más de 6.000 millones de las antiguas pesetas y otros 100 millones anuales para mantenimiento de los planes. Aunque se contempló la posibilidad de financiar los planes de emergencia con cargo al canon que las centrales nucleares pagaban por las inspecciones del CSN, o a través de otras formas tributarias que implicaran que los propietarios de las centrales se hicieran responsables del coste de los mismos, su implantación fue a cargo de los Presupuestos Generales del Estado. Es decir, un caso más de externalización de costes que, además, finalmente fueron muy superiores a los inicialmente previstos.

Las infraestructuras necesarias aún hoy no están terminadas. El 10 de marzo de 2011 aparece en el BOE la convocatoria de subvenciones para realizar y reparar infraestructuras en los municipios cercanos a las centrales nucleares. En concreto se trata de subvencionar el acondicionamiento de carreteras y otras vías de comunicación en los pueblos que están a menos de 10 km de las centrales en funcionamiento más la de Zorita, actualmente en fase de desmantelamiento. Se trata de los denominados Municipios de la Zona I en los Planes de Emergencia Nuclear, y en la convocatoria se distinguen los municipios por su cercanía a las plantas. La cuantía máxima por obra es de 100.000 euros y se destinarán a la reparación de vías de comunicación útiles para el aviso a la población o para su evacuación en caso de accidente nuclear.

En el proceso de implantación de los PEN se produjeron acontecimientos tan escandalosos como el que tuvo lugar en Tarragona el 6 de octubre de 1987. Para poder arrancar la central de Vandellós II (la penúltima que entró en marcha) era necesario disponer de plan de emergencia. Los alcaldes de la zona se habían negado a participar si no se les dotaba de medios suficientes. Se hablaba sobre todo de vías de evacuación, pero también de mecanismos de aviso, recursos sanitarios… Para calmar los ánimos apareció en escena un personaje siniestro que después ha tenido largo recorrido en la industria nuclear: Luis Echávarri. Este ingeniero había tenido un importante papel previo en la construcción de esa planta, pero entonces era director técnico del organismo de vigilancia (CSN) y se erigió en mediador entre alcaldes y otras administraciones [3]. Dicho papel era absolutamente incompatible con su cargo de vigilancia que exigía neutralidad. Comprometió inversiones, que estaban fuera de sus competencias y que por supuesto no se ejecutaron en gran medida. Y consiguió acallar a los alcaldes levantiscos. Y de paso demostró una vez más que los órganos de vigilancia eran de una parcialidad asombrosa y que valían todos los medios para que las centrales funcionen sin problemas (sociales, se entiende).

Pero más allá de las vicisitudes de la implantación, los planes de emergencia iniciales eran manifiestamente mejorables. En el intento de anticipar las circunstancias que concurrirían en una emergencia nuclear, se realizaron en aquellos años muchos modelos de simulación de los vertidos de isótopos radiactivos al exterior de una central como consecuencia de un accidente previsible [4]. Se tenían en cuenta parámetros tales como la cantidad y el tipo de isótopos emitidos [5], su incidencia radiológica, la velocidad y la dirección del viento, el tiempo estimado de respuesta para proceder a una evacuación, los riesgos radiológicos y no radiológicos asociados la evacuación… Con ello se definían diversas estrategias de intervención para minimizar el riesgo radiológico.

Distancia insuficiente

Simplificando se puede decir que, en la peor de las circunstancias posibles, se consideraban dos grandes zonas en el entorno de las centrales. La primera con un radio de 10 km y en la que se preveían diversos tipos de actuación en los primeros momentos, y otra de 30 km en la que se pensaba que era necesario vigilar los alimentos y el agua que ingerían las personas. Dentro de la primera zona se consideraban 3 subzonas de radios 3, 5 y 10 km respectivamente, en las que se consideraba (para los instantes iniciales) que las estrategias a aplicar eran respectivamente: evacuación de toda la población; evacuación de los grupos críticos (mujeres, niños y ancianos) respetando los grupos familiares; y confinamiento en las viviendas a la espera de instrucciones de la autoridad competente.

Una vez más, el accidente de Fukushima demuestra que estas distancias son irrisorias. La distancia de evacuación total fue de entrada de 20 km y la distancia de control llegó a los 30 km. Unas semanas después estas se ampliaron a 40 y 50 km respectivamente. Las autoridades españolas recomendaron a los ciudadanos españoles en Japón mantenerse a más de 120 km de distancia de Fukushima. ¿Es que la radiactividad japonesa es más peligrosa que la española?

Un problema nada desdeñable es que los planes de emergencia se ajustan a la organización provincial de nuestro territorio y se aplican en el entorno de la provincia, luego dejan fuera de la coordinación a pueblos que pueden estar cerca de la central, pero que pertenecen a otra provincia distinta. Además de este problema, se han encontrado numerosas irregularidades en la aplicación de los PEN. En numerosos pueblos de los entornos nucleares no se encontraban las preceptivas pastillas de yodo, ni las mantas, ni otros equipos. Los alcaldes y miembros de protección civil no conocían los detalles de los PEN y no sabían cómo actuar en detalle y numerosas mejoras de las carreteras ordenadas en los PEN no se han llevado a cabo todavía hoy.

La actitud de los municipios de la Asociación de Municipios en Áreas con Centrales Nucleares (AMAC) ha sido beligerante para conseguir más beneficios. El Tribunal Supremo aceptó el recurso de la AMAC contra los cinco PEN aprobados en Consejo de Ministros en 2006, y anuló el 21 de enero de 2009 los planes de emergencia de las centrales nucleares españolas al considerar que el Gobierno incumplió la ley por aprobarlos sin consultar a los municipios situados en un radio de 10 km alrededor de las centrales. La situación creada por la sentencia era grave puesto que, de acuerdo con la Ley de Seguridad Nuclear, una central no puede funcionar sin un PEN vigente que ordene las actuaciones en caso de accidente nuclear. La anulación de los PEN implicaba que las centrales debían parar hasta que se tuvieran unos nuevos en vigor. Obviamente se incumplió la ley y las centrales siguieron funcionando hasta que se realizaron nuevos planes, esta vez con el consentimiento de la AMAC.

Notas

[1] Se trata de un documento de 8 páginas titulado La seguridad nuclear en España, firmado por el entonces Director General de Protección Civil, Antonio Figueruelo, fechado el 22 de julio de 1986.

[2] En 1989 Vandellós I sufrió un accidente que condujo a su cierre definitivo. Afortunadamente no se produjo emisión de radiactividad en grandes cantidades, pero el hecho prueba la temeridad de hacer funcionar centrales en esas condiciones durante tantos años.

[3] Con posterioridad debido a sus méritos fue Consejero del CSN y aún después ha desempeñado diversos cargos de relevancia internacional relacionados con la seguridad nuclear.

[4] Pueden encontrarse algunas muestras de estos estudios revisando la revista Energía Nuclear de los años 1984/85.

[5] Se consideraba que los principales isótopos emitidos eran gases nobles (Xe-133 principalmente), que eran responsables de las dosis por exposición externa e inhalación, pero que debido a su escasa reactividad y tiempo de presencia en el organismo tenían una incidencia radiológica baja. El I-131, era el principal responsable, por ejemplo, de las dosis al tiroides. A raíz del accidente de Fukushima se ha comprobado la importancia del Cesio-137, que tiene un periodo de semidesintegración de 30 años, lo que lo convierte en radiotóxico durante unos 300 años, dependiendo de las concentraciones.