A quien más y a quien menos, a todos nos asaltan dudas sobre lo que ha dado en llamarse intervencionismo humanitario. En una primera aproximación parece difícil negar que los problemas que muchas veces conducen a actitudes de intervención, y en su caso de franca injerencia, existen. Los ejemplos de Bosnia, Haití, Kosova, Rwanda, Somalia y Timor son suficientemente ilustrativos al respecto. Tampoco parece saludable olvidar, por otra parte, la responsabilidad, a menudo decisiva, que atañe en tantos casos a los agentes locales; bastará con mencionar los nombres de Saddam Hussein y de Slobodan Milosevic para ejemplificar situaciones en las que sólo la estulticia permite atribuir todas las culpas a las grandes potencias tradicionales. No puede dejarse de lado, en fin, el hecho, difícilmente negable, de que el propio concepto de intervencionismo humanitario se encuentra en una fase experimental de desarrollo, de tal forma que no es sencillo calibrar cuáles están llamados a ser sus perfiles en un futuro inmediato (ni siquiera podemos descartar que lo que hoy se nos antoja un fenómeno de poderoso relieve acabe por pasar, transcurrido un tiempo, a un segundo plano).

Con un universal punto de partida –la existencia de situaciones extremas en las que un grupo humano es víctima, o al menos se considera tal, de una agresión–, son varias las circunstancias novedosas que operan en el momento actual. Mencionaremos cuatro de ellas. La primera la aporta el final de la confrontación entre bloques: se han venido abajo muchas de las reglas que operaban antaño, y en particular las vinculadas con un sistema de contrapesos avalado por las grandes potencias. El vacío generado no ha sido colmado por nuevas reglas, lo cual no ha dejado de suscitar alguna nostalgia por un pasado que nada tenía, tampoco, de saludable. En segundo lugar, y como aparente pero liviana compensación a ese vacío, la ONU ha asumido un papel de relativa preeminencia entre cuyas marcas se ha contado en algunos casos el designio de legitimar intervenciones humanitarias. Así, algo que en el pasado gozaba de escaso predicamento parece recibir ahora, de vez en cuando, una bendición áurea.

Un tercer elemento remite a la revisión de un viejo principio: el de la soberanía de los estados. Aunque la discusión correspondiente nunca ha perdido actualidad, parece fuera de duda que al amparo de los aires globalizadores han proliferado lecturas más bien propicias a asumir que no es saludable que los estados sean tan soberanos como algunos manuales parecen sugerir. Queda por mencionar, en fin, un cuarto factor: si bien pueden no ser importantes en lo que se refiere a las intervenciones en sí, los medios de comunicación y las organizaciones no gubernamentales desempeñan hoy un papel inédito en el debate sobre aquéllas. Así las cosas, a duras penas puede hablarse de intervenciones sin referirse primero, y con prolijidad, a unos y otras.

Razones para sospechar

Aun con todo lo que acabamos de mencionar, parece que sobran las razones para sospechar que el intervencionismo humanitario es ante todo una nueva estrategia –acaso más pulida, civilizada e inteligente, pero precisamente por ello no menos tramposa e inquietante– al servicio de los intereses de siempre de las grandes potencias. Y al respecto son varias, y de diversa índole, las observaciones que pueden adelantarse.

En primer lugar, resulta evidente que las grandes potencias han asumido con mayor rapidez y contundencia estrategias de intervención, humanitaria o no humanitaria, cuando sus intereses estaban manifiestamente en juego; se han mostrado, en cambio, muy esquivas cuando sus intereses han resultado ser mucho más livianos. Conviene aclarar, por lo demás, que al hablar de intereses no sólo debe pensarse, como a menudo se hace, en los estrictamente económicos –los que han conducido a intervenir en el Próximo Oriente– o geoestratégicos –ahí están, por ejemplo, las operaciones en Somalia–. Es menester tomar en consideración, también, los intereses derivados de tesituras como las vinculadas con perentorias necesidades de legitimación interna que aconsejan intervenir –las ilustraciones al respecto son numerosas– en la proximidad de unas u otras consultas electorales en las grandes metrópolis de poder.

En segundo lugar, sobran por doquier los ejemplos que ilustran cómo las grandes potencias acostumbran a contribuir, y de manera ostentosa, a gestar muchos de los problemas que después acuden presurosas a resolver. Ninguno de los conflictos bélicos de enjundia que hemos tenido la desgracia de conocer en el último decenio del siglo XX podría explicarse en plenitud sin el concurso, sin las secuelas, del activo negocio de la venta de armas a unos u otros agentes locales. La mayor parte de esas armas se fabrican, como es sabido, en ese Norte desarrollado que parece ahora tan propicio a las intervenciones humanitarias.

Si se trata de aportar un tercer argumento, éste nos invita a recordar que no hay ninguna razón de peso para darle crédito a una palpable contradictio in terminis que sólo la oscura condición de estos tiempos, y la formidable manipulación ejercida por tantos medios de incomunicación, ha permitido que pase inadvertida a los ojos de tantos: no hay ningún motivo de relieve para inducirnos a pensar que los Estados Unidos, o sus aliados de siempre, sienten alguna preocupación por el vigor de los derechos humanos en alguna parte del mundo. Un repaso, por somero que sea, a la historia reciente del planeta avalará con fortaleza semejante conclusión que desdice, sin más, la retórica autoexculpatoria utilizada por la OTAN en Kosova.

En cuarto término, se antoja indisputable que las intervenciones asumen una u otra forma según la condición del presunto responsable de las violaciones de derechos humanos (o de otros muchos problemas imaginables) que en apariencia las provocan. Cuando ese presunto responsable lo configuran países amigos de las grandes potencias, la tolerancia se convierte en la regla universal. Cuando se trata, en cambio, de enemigos, la respuesta acostumbra a ser mucho más rápida, agresiva y eficaz. Los avatares de la historia reciente del Kurdistán –el genocidio provocado por Irak ignorado cuando este último era un aliado expreso de Occidente en su lucha contra el Irán de los ayatolas; el mismo genocidio acerbamente criticado cuando Irak, tras la anexión de Kuwait, se convirtió en un enemigo franco de las potencias occidentales; el genocidio desplegado por Turquía, un Estado miembro de la OTAN, permanentemente olvidado– aportan un ejemplo suficientemente ilustrativo de la condición que nos ocupa.

En quinto lugar, no deja de ser significativo que se rehuyan por completo, a menudo sin buscar siquiera explicaciones retóricas, las actitudes de intervención cuando el presunto responsable de crímenes o violaciones de derechos es un Estado poderoso. Desde nuestros círculos de poder nadie ha hablado en serio de una intervención humanitaria en Chechenia, y eso que parecía fuera de duda que las acciones militares rusas, en 1994 como en 1999, se asentaban en una consistente violación de normas internacionales básicas en materia de derechos humanos. La evidencia de que Rusia era una potencia nuclear de innegable relieve geoestratégico hizo que amainasen las críticas ante un genocidio que en otros escenarios, y con otros agentes protagónicos, a buen seguro hubiese causado reacciones diferentes.

Es importante recordar, y éste es un sexto argumento, que el despliegue de fórmulas de intervencionismo humanitario no se ha visto acompañado de esfuerzo alguno encaminado a perfilar nuevas instancias internacionales encargadas de llevar aquéllas a la práctica. Muy al contrario, lo que se ha procurado ha sido preservar de manera interesada vetustas instituciones que –la legión española en Bosnia, la OTAN en escenarios muy dispares– se encontraban bien necesitadas de nuevas tareas. El propósito, cabe suponer, era sencillo: se trataba de generar la convicción de que esas instituciones se hacían necesarias y de cercenar en lo posible, de forma paralela, la gestación de instancias internacionales llamadas a asumir un papel ecuánime a la hora de encarar unos u otros conflictos. La oposición de Estados Unidos a la gestación de un tribunal penal internacional da cuenta de manera fehaciente del trasfondo de estas políticas.

En séptimo término, obligado es subrayar que las potencias siempre han recelado de los cascos azules que no se hallan estrictamente bajo su control. Al efecto no han dudado en apostar por procedimientos de regionalización de los contingentes militares internacionales. Al fin y al cabo han sido cascos azules norteamericanos los que han intervenido en Haití, y cascos azules rusos los que se han desplegado en Georgia o en Tayikistán. Este fenómeno se ha desarrollado en paralelo con un desvanecimiento de la presunta condición neutral de los contingentes internacionales, bien visible en el caso de Bosnia: los cascos azules turcos del lado de la armija bosnia, los rusos de parte del ejército serbobosnio…

Las grandes potencias nada parecen haber hecho para frenar, en fin, el desarrollo de dramáticos efectos colaterales entre los que se cuentan el comercio clandestino y la prostitución, ejemplos ambos que ponen de manifiesto la escasa moralidad de muchos de los responsables y miembros de los contingentes militares internacionales. Resulta difícil darse por satisfecho con la idea de que, a la postre, los militares son rehenes de un sinfín de cortapisas establecidas por los políticos: también a ellos les alcanzan claras responsabilidades en el desarrollo de muchos de los acontecimientos.

Si los argumentos avanzados parecen suficientes para dudar de las aparentes bondades del intervencionismo humanitario, y para apuntalar la idea general de que éste ha acabado por convertirse en un mito incontestado e interesado, tampoco está de más que subrayemos que no existe ejemplo alguno de intervención humanitaria que se haya saldado con la restauración plena de los derechos humanos antes conculcados y con garantías expresas de vigor paralelo del principio de autodeterminación. En estas condiciones, bueno será que quienes han acatado sin recelos el mito del intervencionismo humanitario revisen cautelosamente sus conocimientos y no olviden el dudoso currículum que exhiben muchos de los agentes llamados a hacerse cargo de aquél. Si, además, estos últimos no se paran en mientes a la hora de sortear la legalidad del sistema de Naciones Unidas, la conclusión estará –parece– servida.

Carlos Taibo. El Ecologista nº 22