La proliferación de las redes de telecomunicaciones ha supuesto un aumento significativo de la contaminación electromagnética. Hasta ahora la legislación estatal no ha resuelto el impacto ambiental de las redes de telefonía móvil ni ha dado respuesta a la percepción social, sustentada por muchos investigadores, del riesgo asociado a estas infraestructuras radioeléctricas.

En la práctica, ni siquiera se cumplen las tímidas recomendaciones del Decreto 1066/200 y la Orden CTE/23/2002, de 11 de enero, elaboradas al dictado de las operadoras de telefonía móvil: siguen aumentando de forma caótica las infraestructuras de telefonía móvil y continúan creciendo los niveles de contaminación electromagnética a los que estamos expuestos. El próximo despliegue de las nuevas 22.000 antenas de la red UMTS (la telefonía móvil de tercera generación) viene a aumentar estos niveles.

Algunas comunidades autónomas han establecido normativas mucho más preventivas que la estatal, con niveles de exposición al público sustancialmente más restrictivos. Entre ellas, merece la pena destacar la normativa de Castilla – La Mancha, en su Ley 8/2001, de 28 de junio, que ha intensificando las exigencias mínimas comunitarias y ha tenido como referencia para los valores máximos de exposición al público los fijados en la Conferencia Internacional de Salzburgo de 2000: un valor máximo, en zonas sensibles, de 0,1 microvatios por centímetro cuadrado para las frecuencias de telefonía móvil de las redes GSM, DCS y UMTS, miles de veces inferiores a los valores de la normativa estatal.

Un asunto relevante es que queda pendiente una directiva europea que sirva como un instrumento real para hacer compatible el desarrollo de la telefonía móvil y la minimización de las posibles afecciones ambientales y para la salud pública. Esta Directiva debe ser elaborada sin la presión de la grandes operadoras de telefonía móvil y tiene que sustentarse en los principios de prevención, de precaución y de aplicación de los niveles de radiación radioeléctrica lo más bajos que sea técnicamente posible.

Pedro Belmonte. El Ecologista nº 41