Cada vez se habla más de participación. Pero los mecanismos de participación establecidos –con escaso poder transformador– a menudo se convierten en una forma de legitimación de políticos e instituciones. Aunque estos mecanismos internos al sistema se deban utilizar de forma estratégica, lo más relevante para el ecologismo debe ser la creación de espacios participativos en los que se creen colectivamente alternativas justas y sostenibles a las crisis a las que nos enfrentamos.

Miguel Pardellas Santiago, miembro de Ecologistas en Acción de Salamanca y de Verdegaia. El Ecologista nº 57

En las últimas décadas, el protagonismo adquirido por la participación, como sustantivo (participación social, participación ambiental, etc.) o como adjetivo (democracia participativa, presupuestos participativos, etc.) no ha dejado de aumentar. Parece que en la actualidad, la participación se ha convertido en un lugar común en discursos, declaraciones de intenciones, programas y proyectos sociales de la Administración, organismos internacionales e incluso en determinados sectores del mundo empresarial.

En un contexto así, cabría preguntarse el por qué de este protagonismo. Como respuesta, encontramos un amplio abanico de explicaciones de entre las que nos parece relevante destacar aquellas relacionadas con la pérdida de legitimidad de políticos, entidades y, en última instancia, del Estado como institución.

Alguacil (1), por ejemplo, afirma que la deslegitimación de nuestras democracias y de las organizaciones que a ellas van asociadas –partidos y sindicatos, fundamentalmente– está directamente relacionada con la pérdida de operatividad y legitimidad que el Estado-nación está sufriendo en el contexto de la globalización. Subirats (2), en una línea argumental semejante, expone que mientras el mercado y el poder económico subyacente se han globalizado, las instituciones políticas y el poder que de ellas emana siguen, en buena parte, anclados en el territorio en el que se circunscriben. De esta forma, los poderes públicos se ven cada vez con una menor capacidad de influencia en la actividad económica empresarial, todo lo contrario que las grandes corporaciones transnacionales, cada vez con una mayor variedad y contundencia en sus mecanismos de presión a las instituciones.

Curiosamente, este proceso de globalización que está propiciando la desacreditación del Estado como regulador del escenario económico mundial, no se ha producido en contra o a pesar de los Estados, sino con su apoyo (1). La obsesión de los Estados nacionales por incorporarse a la mundialización económica les ha llevado a jugar un papel decisivo en la acumulación de capital de las grandes transnacionales a escala global y a garantizar la subordinación e incorporación de sus propias economías a los flujos globales.

Llegado este punto, podríamos preguntarnos si nos encontramos frente a una crisis de la democracia, de la democracia representativa en la que se sustenta el modelo de Estado tradicional, cuando menos. En nuestra opinión la respuesta no puede ser más que afirmativa, existe una crisis democrática; ahora bien, ¿podemos establecer algún tipo de relación con la crisis ambiental?

El crecimiento exponencial del consumo de recursos y energía más allá de los límites de la biosfera, la creciente irreversibilidad de los daños producidos por la modificación de los grandes equilibrios biogeoquímicos del planeta y la extensión de la contaminación, ya no circunscritos a ecosistemas o regiones determinadas (3), coincide temporalmente con la paulatina subyugación de las instituciones representativas a las poderosas elites económicas y pone sobre el tapete de los conflictos políticos cotidianos la convergencia de ambos factores, el democrático y el ambiental (4). En consecuencia, y dejando a un margen la formulación de nuevos interrogantes de difícil respuesta –¿la crisis ambiental es causa de la crisis democrática, o es consecuencia de ella?–, la relación entre la crisis democrática y la crisis ambiental nos parece evidente.

Las respuestas a las crisis: el papel del movimiento ecologista

En aparente contradicción con el creciente aumento de una ciudadanía pasiva que consiente la pérdida de capacidad de decisión a través del debilitamiento de las instituciones, encontramos como respuesta a un heterogéneo conjunto de individuos y colectivos que reivindica nuevas formas de gobierno que de alguna manera puedan erigirse como alternativas –y posibles soluciones– a la crisis democrática y ambiental. Alternativas que podríamos agrupar alrededor de tres posturas:

- postura reformista: las reivindicaciones de una mayor participación de la ciudadanía son respetables. Es necesario hacer algunos cambios para mejorar el modelo democrático actual y reparar así sus errores.

- postura renovadora: no se trata de mejorar lo que ya funciona, o corregir desviaciones, sino de generar cambios estructurales y complejos que puedan articular una alternativa al modelo de sociedad existente.

- postura radical: la participación ciudadana se presenta aquí como una estrategia de defensa local al margen del sistema, con la que hacer frente a los diversos procesos de globalización política uniformadores.

Más centrados en la respuesta a la crisis ambiental, Caride y Meira (5), presentan dos grandes patrones de racionalización teórica de la crisis: el ambientalista y el ecologista. La diferencia fundamental, tal y como afirman numerosos autores (5,6), radica en la búsqueda de un nuevo paradigma social, político y económico, en el caso del ecologismo, o en la promoción de pequeños retoques que adapten al modelo existente a los nuevos y convulsos tiempos, en el caso del ambientalismo.

En este contexto, podríamos decir que, en términos generales, el posicionamiento ideológico y las estrategias del movimiento ecologista fluctúan entre el binomio reformismo-ambientalismo, estrechamente relacionado con las posturas conservacionistas, y el radicalismo-ecologismo, ligado a las propuestas más radicales de la ecología política, o la ecología profunda.

En cualquier caso, consideramos que desde finales de los noventa, asistimos a un fenómeno que puede y, desde nuestro punto de vista, está provocando una renovación de la identidad y la estrategia del movimiento ecologista, la aparición del movimiento contra la globalización neoliberal.

Definir, los grupos y las personas que componen este movimiento no resulta una tarea sencilla, ya que no existe una estructura estable en la que movimientos y grupos aparezcan como socios permanentes. Nos encontramos ante una red de movimientos sin jerarquía aparente, ni discurso unitario. No obstante, es posible identificar una serie de contenidos básicos comunes en sus discursos. Entre estos contenidos básicos –entre los que encontramos también la mirada indigenista o el anticonsumismo– destacamos la concepción de que la política basada en la democracia representativa atenta contra los modos organizativos, culturales y políticos de las distintas comunidades del planeta. Frente a las estructuras políticas existentes, el movimiento antiglobalización reivindica una práctica política más horizontal, más democrática, basada en la creación de plataformas cívicas y reuniones asociativas de tipo informal (7).

Esta renovación discursiva está provocando en muchos de los colectivos integrantes del movimiento ecologista una modificación de las estrategias convencionales, sugiriendo nuevos debates e incorporando nuevas contradicciones a las que es preciso dar respuesta.

Los cambios en, desde y fuera del sistema, y el compromiso con la participación ciudadana

Paradójicamente, aunque en el ideario político de muchos grupos ecologistas se defiendan planteamientos ecologistas –en su acepción más radical–, su práctica se debate entre la necesidad de contaminar con alternativas concretas las acciones de gobierno y la necesidad de construir un nuevo paradigma que reformule las relaciones humanas con la naturaleza.

Esta supuesta contradicción limitó y limita el discurso de muchos colectivos ecologistas a la resolución de problemas ambientales locales y/o a la búsqueda de soluciones a problemas globales mediante las herramientas proporcionadas por las estructuras estatales actuales, obviando la crítica a su falsa representatividad y legitimidad.

Al mismo tiempo, es evidente que fuera de las instituciones las contradicciones internas disminuyen, pero también es cierto que la capacidad de incidencia y de difusión de ideas y de mensajes puede reducirse significativamente (2). La cuestión es saber si es posible trabajar en el cruce de alternativas que semejan excluyentes: ¿trabajar en y desde las instituciones o construir alternativas al margen?

Atendiendo a la trayectoria histórica del movimiento ecologista y a buena parte de sus iniciativas actuales, proponemos una respuesta en la que poder compaginar –o por lo menos intentarlo– el pragmatismo que exige la situación actual y el utopismo que en ningún caso deberíamos perder de vista.

Por una parte, es preciso tener en cuenta que la colaboración con las estructuras responsables de las crisis ambiental y democrática, e incluso la simple utilización de las herramientas que nos proporcionan –alegaciones, consejos municipales, etc.– son formas de legitimarlas, directa o indirectamente; por no hablar de la potencial domesticación del propio movimiento ecologista, enfrascado en un perverso juego de negociación con el poder establecido. No obstante, por otra parte, consideramos que a la vista de las urgencias de la crisis ambiental, resulta conveniente una modificación substantiva de las formas de hacer –y también de las formas de decidir– de las instituciones y por tanto, no deberían ser excluidas colaboraciones tácticas con las mismas, a pesar de la aparente contradicción con lo anteriormente expuesto.

En cualquier caso, estimamos que nuestro esfuerzo no tendría que concentrarse en las iniciativas con las herramientas y los procedimientos de y para las instituciones, tal y como ocurre mayoritariamente en la actualidad, sino en la interlocución directa con las comunidades locales, construyendo –con o sin las administraciones competentes– espacios participativos en los que crear colectivamente alternativas a las crisis.

Simultáneamente, será necesario ahondar en los aspectos relacionados con la comunicación y Educación Ambiental, debido al importante papel que pueden y deben jugar en la capacitación y dinamización de los procesos participativos iniciados, y en el impulso de los mismos en los casos en los que aún no existan.

El impulso de procesos participativos se convierte así en un medio para hacer frente a las crisis, a través de la búsqueda de la sostenibilidad local, y al mismo tiempo, constituye un horizonte utópico en el proceso de construcción de alternativas.

1 ALGUACIL GÓMEZ, J. (ed.) (2006). Poder local y participación democrática. Barcelona, El Viejo Topo.

2 SUBIRATS, J. (2005). Democracia, Participación y Transformación Social. Paper V Conferencia OIPD. Donostia: Novembre 2005.

3 RIECHMANN, J. E FERNÁNDEZ BUEY, F. (1994). Redes que dan libertad. Introducción a los nuevos movimientos sociales. Barcelona: Paidós.

4 ENCINA, J. E BARCENA, I. (coord.) (2006). Democracia Ecológica. Formas y experiencias de participación en la crisis ambiental. Sevilla: UNILCO.

5 CARIDE, J.A. E MEIRA P.A. (2001). Educación Ambiental y desarrollo humano. Barcelona: Ariel.

6 Martín-SOSA, N. (coord.) (1995). Educación Ambiental. Sujeto, entorno y sistema. Salamanca: Amarú Ediciones.

7 BLAS, A. E IBARRA, P. (2006). La participación: estado de la cuestión. Cuadernos de trabajo de Hegoa. nº 39, pp. 1-44.