El cambio de modelo urbano compacto al disperso tiene un alto coste ambiental y social. Desde los años 60 hasta hoy, las ciudades se han convertido es espacios alejados que afectan, sobre todo a la movilidad de las mujeres. El modelo territorial impuesto ha determinado sus vidas.

Pilar Vega. Geógrafa y urbanista. Revista Ecologista nº 93.

Desde mediados de los años 50 el modelo urbanización compacto y multifuncional, donde la cercanía marcaba las distancias de los desplazamientos cotidianos, fue transformándose en otro disperso y zonificado donde todo estaba lejos y los viajes debían hacerse en medios motorizados. En aquellos años, la producción y la reproducción estaban en un espacio próximo y era fácil compatibilizar las tareas del cuidado con el trabajo.

Durante el desarrollismo de los años 60 y 70 tuvo lugar la reubicación de los espacios productivos y residenciales en las periferias metropolitanas. Por entonces, el papel de las mujeres como “buena esposa y mejor madre” las marginó del mercado laboral (tan solo el 20 % eran activas) a lo que también contribuyó esa lejana ubicación de los servicios, de los equipamientos y de las fábricas que les impedía compatibilizar el cuidado de los hijos con la jornada laboral. Era un tiempo de altas tasas de natalidad, en el que la mayoría de las mujeres vivían su cotidianidad en el barrio y se desplazaban caminando cortas distancias en un entorno cercano; se trataba de complejos trayectos, trazados en tela de araña, con múltiples destinos, mientras sus maridos se dirigían únicamente de la residencia al centro de trabajo.

Aún pervivían las costumbres de la vida rural y los lazos de solidaridad vecinal permitían que muchas tareas fueran compartidas entre vecinas. Las calles y descampados estaban llenos de vida, de niños que corrían y jugaban. Eran generaciones criadas con un elevado grado de autonomía lo que facilitaba la vida a las mujeres al reducir la tarea de acompañar a menores y personas ancianas. Estas mujeres reaccionan levemente al cambio de modelo zonificado y a la aparición del coche, en 1969 tan solo un 9,9 % de los permisos de conducir corresponderían a mujeres (423.818 carnés).

El sueño del American way of life

En esta época la gran pantalla y las series de televisión mostraban el modelo de vida familiar de los felices suburbios del American way of life que contribuía a crear un imaginario colectivo entre las generaciones del baby boom. Hogares gestionados por una esposa ideal en una casa unifamiliar, con coche para que el marido fuera al trabajo y ranchera para que la mujer se desplazara a hacer la compra, llevar a los niños al colegio o hacer gestiones en un espacio alejado y disperso. Eran amas de casa, felices, bellas, con un club de amigas para hacer presentaciones de tupperware en viviendas pulcras, ordenadas y rodeadas de césped.

En los 70, las mujeres comienzan a ensayar otro aspecto de este modelo durante los fines de semana y los periodos vacacionales: la segunda residencia que las clases medias y obreras adquirían en zonas de alto valor ambiental este tipo de viviendas alcanza las 800.000 unidades en 1970, cifra que se duplica una década después. Una vez probado ese nuevo modelo de vida en esos breves periodos, la sociedad estaba ya preparada para asumir la idea de vivienda unifamiliar como principal. A partir de 1986 se extiende este nuevo urbanismo residencial con hipermercados, centros comerciales o empresariales, alejados siempre de las viviendas. La extensión de esta nueva organización territorial obligó a una mayor dependencia del coche para cualquier actividad cotidiana, también para las tareas del cuidado. De hecho en 1990 ya había 4,3 millones de mujeres con carné de conducir, requisito imprescindible para atender esas labores domésticas en un territorio disperso, alejado y sin transporte público.

La necesidad del coche

El modelo había sido inoculado en el imaginario de esas generaciones nacidas en los 60 y 70 y fue fácil vender un producto que parecía ofrecer la liberación de las tareas domésticas, la cercanía a la naturaleza, en amplias y ordenadas casas, dotadas de tecnología. El coche era uno de los inventos que mayores ventajas prometía a las mujeres: las acercaría con rapidez al trabajo, al colegio de los niños, al centro de salud, al centro comercial o a visitar a sus familiares.

Algunas de las mujeres incorporadas al mercado de trabajo (en 1995 representaban el 35 % de la tasa de actividad) eligieron salir de la ciudad consolidada, en busca de una urbanización que les liberase del espacio doméstico convencional. Sin embargo, convertidas ahora en gestoras del hogar, sin vecinas y sin familia cercana, asumen una doble jornada en un territorio que les obliga a destinar un tercio de su tiempo al desplazamiento en coche. El nuevo modelo suburbial les impide ir caminando a los destinos tradicionales y obliga a viajes motorizados para casi cualquier tarea; entre 1975 y el 2015 más de 10 millones de mujeres se convierten en conductoras; sin quererlo, parecen haber caído en la trampa de un territorio que las encierra aún más en lo doméstico.

Estas nuevas formas de vida tienen un gran impacto ambiental. Además, a finales de los 90 el Gobierno liberaliza el suelo, impulsando la urbanización del territorio; las viviendas son adquiridas gracias a la concesión masiva de hipotecas, gran parte de ellas destinadas para financiar viviendas unifamiliares enormemente devoradoras de recursos. Un dato significativo lo da el Observatorio de la Sostenibilidad que cifra el proceso de urbanización entre 1987 y 2011 en 400.000 hectáreas, 51 diarias.

La evolución del reparto modal señala un cambio: si en 1974 la mayoría de las mujeres se desplazaban fundamentalmente andando, treinta años después son los desplazamientos motorizados, bien en transporte público o en coche, los más consumidores de energía, los que concentran la mayoría de sus viajes. Este cambio muestra también un incremento de las distancias que recorren diariamente y un comportamiento más insostenible al pasar poco a poco de peatonas en conductoras.

El modelo estaba en todo su esplendor en la primera década del siglo XXI, había una cierta euforia y satisfacción en aquellas parejas que materializaban el imaginario de la infancia televisiva con la adquisición de un adosado, con su barbacoa y sus dos plazas de garaje. El segundo coche permitía a las mujeres desplazarse para atender las tareas del cuidado, debido a la lejanía y los deficientes o inexistentes transportes públicos. En esta situación, las mujeres llegan a dedicar unas 2.352 horas anuales en desplazamientos que restan de su tiempo social.

El estallido de la burbuja inmobiliaria desmanteló muchos de esos hogares. Entre 2008 y 2015 fueron desahuciadas 290.000 familias, muchas de ellas ubicadas en estos suburbios sin transporte público y dependientes del coche. La crisis obligó a recortar gastos de transporte y el automóvil sería uno de ellos. Las mujeres fueron en muchas ocasiones las primeras afectadas por estos recortes y, en consecuencia, tuvieron que emplear más tiempo en hacer las mismas tareas para el cuidado de la vida.

En este modelo disperso, muchas mujeres jóvenes han visto en el automóvil algo que les facilita la vida; hasta el punto que prácticamente muestran niveles similares a los hombres en la posesión de permisos de conducir. El coche les proporciona seguridad cuando vuelven a casa del ocio nocturno, y les permite acceder al puesto de trabajo en los alejados espacios productivos.

Todas las generaciones de mujeres se ven condicionadas por el modelo territorial. Algunas, ya envejecidas, no tienen la suficiente autonomía para recorrer el trayecto hasta el centro de salud o hacer la compra; otras continúan conduciendo pero, con la edad y la pérdida de facultades, quedan aún más atrapadas en ese insostenible suburbio alejado de todo.

Fuentes