Ahora que Logroño se encuentra agujereada a lo largo y ancho de su piel para incrustarle numerosos aparcamientos subterráneos, puede resultar ilustrativo plantear algunas cuestiones sobre sus efectos en la ciudad, máxime cuando nuestros responsables municipales pretenden demostrarnos que estos aparcamientos están hechos para facilitar la vida urbana y mejorar su calidad de vida. Y, de paso, desmontar algunos de los tópicos que habitualmente se manejan, como, por ejemplo, que devuelven al peatón el espacio que hasta ahora ocupaban los coches.

Aunque a primera vista los aparcamientos subterráneos permiten enterrar los coches bajo el subsuelo de la ciudad haciéndolos desaparecer de las calles y ganar espacio para los peatones, lo cierto es que las consecuencias de su construcción son devastadoras para el medio ambiente urbano. De entrada, resulta necesario arrasar con todo el arbolado existente para, a continuación, reurbanizar la mayor parte de la calle y convertirla en un auténtico “erial urbano” ocupado por asfalto y cemento, sin apenas árboles o, como mucho, con algunas jardineras diseminadas y pequeños retazos de hierba.

Vemos de este modo cómo calles que, a pesar de la presencia de coches, pueden resultan agradables para el paseo se transforman en autenticas “solanas” impracticables como zonas estanciales en los días de verano. Véase como ejemplo la pequeña Plaza de la Alhóndiga Municipal, un espacio perdido para la ciudad en los meses de estío y convertido en un lugar de paso hacia el Centro de Salud.

Porque claro está, la lógica empresarial del máximo beneficio, con el beneplácito del Ayuntamiento de Logroño por supuesto, empuja a las empresas constructoras- concesionarias a ocupar la práctica totalidad de la calle, en lugar de restringirse exclusivamente al espacio central por donde circulan los coches, e instalando en las aceras, potencialmente peatonales, toda una parafernalia de rampas de entrada y salida, escaleras de acceso y casetas para ascensores. Véase como ejemplo la reurbanización del primer tramo de la Gran Vía en el cruce con Murrieta. De este modo, donde antes había aceras con verdor y sombra ahora no hay más que soleras con cemento, sol a destajo, rampas y escaleras.

¿Se imaginan cómo podría quedar el resto de la Gran Vía si los aparcamientos a construir ocuparan bajo la superficie tan sólo la zona central y el resto del espacio en superficie fuera ocupado por dos amplias alamedas arboladas a ambos lados de la calle? Pues no, en su lugar tendremos inmensas aceras desarboladas con unas cuantas raquíticas palmeras que obligarán a los peatones a refugiarse en verano debajo de los soportales o a levantar toldos para poder sentarse en las terrazas. Palmeras que, más bien, parecen la aportación del Ayuntamiento a la lucha por el futuro cambio climático que se nos avecina.

Por otro lado, la desaparición de los coches bajo la superficie no supone, por ello, un menor tráfico por la ciudad, sino más bien lo contrario, una mayor circulación de vehículos que, animados por la existencia de lugares para aparcar, se lanzan hacia el centro urbano. Así, en lugar de desanimar a los usuarios de los coches, ante las dificultades para poder aparcar en el casco urbano y, de paso, favorecer el uso de otras formas más ecológicas de desplazarse (a pie, en autobús o en bicicleta), se les anima a utilizar el vehículo mediante el pago de unos cuantos euros. Tráfico que se agrava y se va a agravar más a medida que la ciudad se esparce innecesariamente por la periferia a través de numerosos planes parciales, mientras el centro urbano se vacía y las distancias desde el lugar de residencia aumentan.

Asistimos, de este modo, a la degradación de las condiciones de vida de la ciudad, en donde cada día más gente vive en la periferia y necesita desplazarse al centro, para lo cual utiliza el coche que necesita, a su vez, una plaza de aparcamiento, cuya construcción genera la “desertización” de las calles mediante la construcción de aparcamientos subterráneos incompatibles con la presencia de arbolado en sus aceras, y provoca, al mismo tiempo, una mayor contaminación acústica y atmosférica de las calles aledañas por la afluencia continua de vehículos.

¿Dónde queda la ciudad amable con vida en los barrios, con ciudadanos que se paseen por alamedas arboladas en calles sin necesidad de coger constantemente su coche para desplazarse y con calles sin ruido ni humos? En la mente de nuestros actuales ediles desde luego que no.