En las últimas décadas los impactos de los temporales costeros y las inundaciones fluviales han venido causando cada vez mayores daños como resultado de la escasa conciencia de los desequilibrios de la intervención humana sobre el medio ambiente que se ha venido potenciando desde la Revolución Industrial hace dos siglos y medio. Unos impactos estrechamente ligados a los graves errores de la ordenación territorial y la planificación urbanística –con un apartado específico de la especulación del suelo y la síntesis perversa entre la ignorancia científica y la corrupción política en las frecuentes apropiaciones de terrenos públicos mediante privatizaciones, concesiones, ocupaciones o devaluación de sus funciones ambientales– con la localización de usos y actividades impulsados por las infraestructuras, los equipamientos, los servicios y las funciones industriales o residenciales que se han venido consolidando en los espacios afectados y provocando, mucho antes de la acentuación del cambio climático, mayores riesgos para los bienes y personas en los bordes litorales o en las inmediaciones de los ríos, tanto en los núcleos urbanos como en las áreas rurales e incluso en aquellos otros lugares con un alto grado de naturalidad pero a donde han ido llegando, también, los efectos a medio o largo plazo de la acción del hombre y la artificialización extrema del territorio sobre el que se asienta, tal como podemos comprobar por la mayor parte de la geografía de Cantabria.

Por otro lado, las respuestas a estas situaciones han marginado, por sistema, las políticas de anticipación y las medidas de prevención al apostar por soluciones puramente ingenieriles, duras y costosas, sumamente agresivas con los valores ambientales, la biodiversidad y el paisaje, y de escasa eficacia y consistencia, que han pretendido resolver los problemas de temporales e inundaciones con encauzamientos salvajes, dragados sistemáticos, diques, espigones, escolleras o movimientos de tierras y arenas con resultados muy negativos –y repetidas inversiones ante la sucesión de fracasos de las soluciones adoptadas– por los efectos «placebos» que persiguen al tratar de tranquilizar a las poblaciones afectadas o demostrar la celeridad de las respuestas de los poderes públicos ante los problemas que ellos mismos han ocasionado.

La necesidad de cambiar de estrategias para afrontar estos problemas se hace particularmente urgente por la mayor frecuencia de estos fenómenos extremos que tienen su origen en la realidad del cambio climático por las emisiones de CO2 y los gases del efecto invernadero, la subida del nivel del mar y la concentración más intensa de lluvias torrenciales, gotas frías y ciclogénesis explosivas o perfectas. Y deben cambiar, en primer lugar, con el cumplimiento de las leyes y directivas comunitarias que, timídamente, han intentando corregir mediante aproximaciones sectoriales –leyes del Suelo, Costas, Aguas, Montes, Conservación de la Naturaleza y Biodiversidad, Impacto Ambiental…. o directivas y convenios sobre hábitats, Red Natura 2000 y LIC,s Fluviales y Litorales, Zonas Húmedas..– los graves errores cometidos o, lo que es peor, en algunos casos profundizando en ellos mediante contrarreformas o modificaciones regresivas u olvidando programas asociados tan relevantes como los LINDE sobre la Delimitación del Dominio Público Hidraúlico, el PRITCRA sobre la Rehabilitación Integral de Cauces y Riberas, o los que debían garantizar el respeto a la Franja Marítimo-Terrestre y los deslindes en el litoral.

Pero sin dejar de considerar las buenas intenciones de este tipo de iniciativas las carencias de una visión global e interdisciplinar en la estrategia a seguir se han puesto en evidencia con el aplazamiento reiterado de una Ley General de Medio Ambiente o de ese PROT (Plan Regional de Ordenación del Territorio) en Cantabria –que debería tener rango de ley– a quienes deberían subordinarse el resto de las normativas sobre infraestructuras, asentamientos, usos y actividades e inspirar los criterios ambientales y de restauración y conservación de los equilibrios dinámicos de los ecosistemas naturales terrestres, fluviales y marítimos más frágiles y sensibles que hayan sido alterados o puedan verse afectados. Y que deberían traducirse, entre otras iniciativas prioritarias, en la elaboración pormenorizada de un Mapa de Riesgos; en la unificación o coordinación de competencias sobre la gestión hidraúlica y costera entre las distintas Administraciones Públicas; en el retranqueo generalizado de aquellas infraestructuras, equipamientos o asentamientos expuestas al impacto de los temporales y las inundaciones; en la eliminación de los efectos-barrera mediante la apertura de mayores luces en puentes, diques, viales y sistemas de desague o conexión entre canales, arroyos, afluentes, cursos principales, rías y desembocaduras; en la recuperación y respeto las zonas húmedas adyacentes a los ríos –cauces fósiles, trazados meandriformes, llanuras de inundación, formaciones de ribera y bosques de galería…, fundamentales en la amortiguación de la fuerza de las crecidas en todas las cuencas de nuestra región– y a las costas –marismas, bahías, estuarios… desde Tina Mayor y Oyambre hasta Santander, Ajo o Laredo-Santoña y Oriñón– como garantía de la profundidad de los flujos intermareales que aliviara la presión de los temporales sobre los bordes exteriores del litoral y mantuviesen el calado de las bocanas de entrada a los puertos interiores –en vez de tener que recurrir a costosos y periódicos dragados–, además de reforzar su condición de reservas ecológicas con una alta productividad biológica y hábitat de numerosas especies amenazadas o que encuentran en esos lugares sus refugios de cría y reproducción las pesquerías que luego son objeto de captura comercial en mar abierta; y en la protección estricta de los sistemas dunares, la geomorfología de los arenales y la biodiversidad asociada como uno de los soportes de la conservación de las playas.

Por último hay, también, que recordar las interacciones, sinergias y resiliencias –entre otras las que tienen que ver con la fijación de CO2 o las reservas de acuíferos– que encierran las relaciones a corto y largo plazo entre el interior de las tierras continentales y la costa a través, sobre todo, de las peligrosas transformaciones hidrológico-forestales que encierran la deforestación y las talas salvajes de los bosques –tanto de los propios de galería en los ecosistemas fluviales como los de especies caducifolias de la vertiente atlántica–, sustituidos con demasiada frecuencia por las plantaciones masivas e indiscriminadas de los monocultivos arbóreos de crecimiento rápido –pinos, eucaliptos, chopos….– que propician la apertura de numerosas pistas forestales, las talas a matarrasa, los movimientos de tierra en laderas de fuerte pendiente, la intensificación de la escorrentía superficial y la pérdida de esponjamiento del suelo con la disminución de la infiltración y la retención de las aguas superficiales, la reducción de la biodiversidad y la incompatibilidad con otras actividades agroganaderas o recreativas, los efectos-pantalla y la devaluación de los paisajes y cuencas visuales, los procesos de erosión acelerada y la degradación de los horizontes edáficos más fértiles, el aumento de la velocidad de las corrientes y la mayor facilidad de los desbordamientos, la acumulación y colmatación excesivas de sedimentos y arrastres en los cursos medio y bajo de los ríos, y la ruina de los aprovechamientos tradicionales del marisqueo, como lo demuestra su reciente prohibición en la bahía de Santander en un intento inútil si no se actúa sobre las causas profundas de la progresiva extinción de los bivalbos en esos ámbitos donde confluye la deforestación histórica de la cuenca del Miera, los vertidos mineros, industriales y de aguas residuales de su entorno inmediato, los rellenos y desaparición de las marismas desde Raos, Cubas o Pedreña hasta Tejero, Solía o Morero…,

Emilio Carrera, Ecologistas en Acción de Cantabria