Colaboración especial nº 50.

Santiago Alba Rico. Revista El Ecologista nº 50.

Durante miles de años, antes de esa subversión sin precedentes cuya irreversibilidad sólo ahora empieza a parecernos angustiosa, la Naturaleza se sostenía sola. Ahora ya no. Concebida al mismo tiempo como antagonista y como despensa, objeto por tanto de dominio y de explotación, el capitalismo ha acabado por minar de tal manera su capacidad de resistencia y renovación que, socavada desde fuera, hoy hay que sostenerla también desde fuera. La paradoja de la ecología es nuestra tragedia: hace falta una intervención humana contra la economía y la tecnología, aceptadas ahora como una nueva naturaleza, para garantizar los procesos mismos de la vida.

De la necesidad de esta intervención y de la gravedad del peligro da buena medida el hecho de que la Naturaleza debe ahora voltear, sin suspender, la lógica del dominio; y de que sólo puede dominar la economía y la tecnología, como para dejar clara su dependencia, a través del hombre. Que deba ser salvada por el mismo ser humano que depende de ella ilumina un inquietante punto de no retorno al mismo tiempo que sitúa la cuestión antropológica en el centro de esa batalla cuyo nombre mismo, forzado y chirriante, desnaturaliza toda la partida: el de la “sostenibilidad”.

Mientras la permanencia de los cuatro elementos (agua, aire, fuego, tierra) estuvo asegurada, el individuo antiguo, frente a ellos, fue siempre consciente de su finitud y mortalidad y de la necesidad de una comunidad para reproducir la vida. Hoy que el aire se ha llenado de temblores, el agua se vuelve una excepción y la tierra adquiere la inconsistencia del papel, la misma civilización que amenaza la supervivencia del planeta produce un individuo ilusoriamente infinito e inmortal uno de cuyos derechos inalienables sería precisamente el de sobrevivir a todos sus congéneres y el de sobrevivir también a la destrucción de las condiciones mismas de toda supervivencia (y contemplar el desastre por la televisión). Nos sobrepondremos a la ausencia del aire, ese mito ecologista; superaremos también la desaparición del mundo.

Como prueba el extraordinario trabajo publicado por la Comisión de Educación Ecológica de Ecologistas en Acción sobre el currículo académico en nuestras escuelas, esta concepción del ser humano es alimentada por los propios libros de texto en los que estudian nuestros niños, en uno de los cuales puede leerse este delirio arquetípico: “Millones de minúsculas máquinas recorrerán ríos eliminando la contaminación, vivirán en tubos de ensayo fabricando moléculas a voluntad o navegarán por las arterias para controlar nuestro estado de salud y reparar cualquier problema que suframos”. Cuando más frágiles nos volvemos, nuestros profesores nos prometen inmortalidad; cuando más en peligro estamos, nuestros gobernantes nos aseguran invulnerabilidad; cuando menos tiempo nos queda, la publicidad nos garantiza la vida eterna.

Lo que es insostenible es esta concepción occidental del ser humano, responsable material, no menos que la intervención de las multinacionales, de una amenaza creciente cuyos efectos estallan de momento lejos de casa. Porque hay que decir que la ilusión de inmortalidad mata, la ilusión de invulnerabilidad hiere y la ilusión de infinitud descuenta. Estas ilusiones lo son en la medida en que no se corresponden a la realidad; pero son materiales en la medida en que la determinan y la destruyen. Por eso, la salvación de los cuatro elementos –de los que seguimos dependiendo– es inseparable de una intensa, urgente y general cura de humildad. Somos todos, nos guste o no, esclavos del aire. Y dejaremos de respirar.